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Un adiós en el andén

Habrá algún motivo, pero una sociedad sin empatía, amparada en la frialdad de un reglamento, no es una sociedad mejor

Miércoles, 16 de abril 2025, 06:00

Llegaron desorientadas. Aparentemente madre e hija, por la diferencia de edad. Ambas con velo islámico. Seguramente una desconocía el idioma de forma casi absoluta. La otra, la mayor, se manejaba como podía. En los andenes de la estación anunciaban los altavoces que faltaban diez minutos para la salida del Alvia a Barcelona.

Yo había ido a acompañar a una amiga que debía tomar ese tren y observaba el paisanaje que se agitaba ya nervioso por esa prisa que, sin querer, se te contagia en cuanto pisas una estación.

Vi a la mujer mirar insegura en todas las direcciones en busca de algo de ayuda, hasta que decidió abordar a una chica que ya se deslizaba con su maleta a velocidad de despegue hacia el control de billetes. La vi silabear con dificultad “Medina del Campo”, y recibir la señal afirmativa de que ese era su tren.

En lo que yo me despedía de mi amiga, la mujer y su (probablemente) hija llegaron hasta el control. De repente, una voz seca y malhumorada se impuso en el guirigay del andén. “¡Señora, señora, solo una persona, solo una persona!” Manera ineficaz de explicar a la mujer que solo podía pasar de ese punto quien tenía billete, mientras ella explicaba a su vez que su (probablemente) hija no sabía cuál era el vagón al que tenía que subirse. Hubo cierta incomprensión de la mujer hasta que apareció una chica de uniforme que se hizo cargo de la viajera y la llevó hasta el coche correcto, mientras su (probablemente) madre miraba inquieta desde el otro lado de las mamparas.

Pensé que habrá algún motivo para este sistema, pero también que una sociedad sin empatía, amparada en la frialdad de un reglamento, no es una sociedad mejor. Basta imaginarse a uno mismo en una situación similar y entender que no pasa nada por explicar un poco más amablemente y sin gritar (nunca nada se entiende mejor con gritos) cuáles son las normas.

A esas alturas, mientras la mujer abandonaba la estación con la pasajera ya subida en el vagón adecuado, yo ya estaba dándole vueltas a ese formato de embarque en el tren y lamentando que se nos vayan hurtando pequeños gestos que hacen la vida un poco más vivible.

Ya ni se puede acompañar a la puerta del vagón a quien vas a despedir. Recordé, esa escena memorable de El secreto de sus ojos (2009) en la que Irene corre tras el tren y alcanza a poner su mano, separada por el cristal, sobre la silueta de la mano de Benjamín, que un momento antes, por no decirle que la quiere solo ha acertado a murmurar “chao”, porque los grandes amores a menudo se viven en silencio.

Tantos abrazos, tantos besos perdidos o descafeinados. Que quizá sean, no digo que no, un pobre consuelo, cambiados en beneficio de una seguridad algo difusa. Días de tanto ir y venir, de tantas maletas arrastradas y de tantos jóvenes que en pocos días tendrán que volver, a su pesar, allí donde los ha llevado su sino laboral (dicen que la tendencia está cambiando. Ojalá). Qué menos que tengan un adiós como Dios manda.

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