Cuando viajo en autobús urbano, cada vez veo menos gestos de buena educación. Eso de levantarse para dejar tu asiento a una persona mayor parece haber pasado a la historia. Los cascos inalámbricos y el teléfono móvil hacen su trabajo de aislamiento. «El resto del mundo me importa un carajo», parecen decir estos jóvenes que encontraron asiento en paradas anteriores y ahora no ven más allá del «Insta». Es el fiel reflejo de la sociedad en la que nos ha tocado vivir.
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Aquí todo el mundo va a su aire. Aquí prima el «porque-yo-lo-valgo». Aquí se nos ha olvidado por completo el «saber estar».
Esta forma de entender la vida se aprecia claramente en la nueva política. Ocurrió el pasado viernes en dos escenarios situados a unos seis mil kilómetros de distancia.
El primero de ellos, en la Casa Blanca. Yo no recuerdo una encerrona similar a la que le organizaron al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, su homólogo norteamericano, Donald Trump, y su cuadrilla de cuatreros. Se metieron con él delante de las cámaras de televisión de la manera más macarra, acusándole incluso de querer provocar la tercera guerra mundial, cuando su país ha sido invadido impunemente por Rusia. Pero claro, como dijo el vicepresidente de EEUU, J.D. Vance, unos días antes, «tenemos nuevo sheriff en la ciudad» y quien no haga lo que él quiera, será vilipendiado.
Y ahora, quienes hasta hace apenas un par de meses eran nuestros aliados se han convertido en nuestro principal adversario, por lo impredecible de sus decisiones.
Esta nueva manera de conducirse por el mundo es aplaudida en nuestro país solo por un partido político: Vox. Aunque quizás haya que ser más concreto y precisar que quienes realmente jalean al condenado tipo del flequillo naranja son Santiago Abascal y sus adláteres. La formación verde, dentro de su ideario de ultraderecha, era algo más amplio. No hay más que comprobar el goteo constante de cargos que están dando la espalda al modo de funcionar de aquel tipo que iba a salvar España a lomos de un caballo en pleno siglo XXI.
La otra puesta en escena que demuestra cómo se han perdido las formas ocurrió aquel mismo día en las Cortes de Castilla y León, durante el acto conmemorativo del 42º aniversario del Estatuto de Autonomía. Una ceremonia que debía haber sido para mayor gloria de la Semana Santa de la región, porque se le hizo entrega de la Medalla de Oro de la institución, se convirtió en una trifulca política entre PP y Vox, por obra y gracia del presidente de las Cortes, Carlos Pollán.
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Cómo debió de ser su discurso que el presidente regional, Alfonso Fernández Mañueco, y el resto de procuradores populares decidieron no acudir al vino español servido al final del acto.
El pecado de Pollán fue el que comentaba al principio de estas líneas. Bajo una apariencia de exquisita educación, su alocución se convirtió en un auténtico mitin de partido en el que pareció postularse como el próximo candidato de Vox a la comunidad autónoma, que vivirá unas elecciones no tardando mucho. Vamos, que demostró no saber comportarse con la neutralidad exigida a todo un presidente de las Cortes.
Esta es la nueva política, amigos. La del ruido, la de la polémica, la de la falta de respeto. Y mientras, los dos principales partidos españoles, los que aglutinan el sentir de la mayoría, se pierden en pequeñas guerras domésticas sin sentido cuando el pueblo reclama, precisamente ahora más que nunca, líderes que den la talla y nos defiendan de estos modos de proceder. De lo contrario, nos daremos un buen «trumpazo».
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