El domingo pasado unas veinte mil personas se echaron a la calle en Palma de Mallorca para protestar contra la masificación turística. No es la primera vez. En abril se abrió la veda de las manifestaciones masivas contra el turismo descontrolado. Fue en Canarias. Le siguió Málaga. En Barcelona ya llevan varias. Y en la capital balear también.
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En la Ciudad Condal, algunos manifestantes llegaron a rociar a los turistas con pistolas de agua y «precintaron» hoteles y restaurantes al grito de «tourists go home» o «tourism kill the city».
Las últimas protestas se han producido en plena temporada alta y los medios de comunicación internacionales se han hecho eco de la situación. Imagínense los titulares de los tabloides británicos recordando que la capital catalana recibe 86 millones de libras del turismo o incidiendo en que los barceloneses se burlan de los británicos que mueren al caer de los balcones de hoteles.
Las quejas vecinales se centran en el desorbitado aumento del precio del alquiler de la vivienda, en el desplazamiento de los vecinos que vivían en determinados barrios porque se han llenado de pisos turísticos y ha cambiado el comercio tradicional por otro orientado al turista, en el encarecimiento del nivel de vida y en los problemas de convivencia que todo ello conlleva.
Si, como yo, tienen una «pequeña» adicción a las redes sociales, habrán visto un vídeo, que se ha hecho viral, y que muestra la invasión de sillas motorizadas que sufre Benidorm, con el consiguiente peligro para los peatones. Se distingue a numerosos turistas montados en esos vehículos y conduciendo por las aceras -por donde deben ir-, a velocidades superiores a las permitidas -4 kilómetros por hora-, y en algunos casos, sin que sean ni discapacitados ni mayores de 55 años, como marca la ley para su uso. Los hay hasta de dos plazas y se les ve circular en parejas, e incluso con el perro atado a la silla. Vamos, que recuerdan a aquella canción infantil en la que nos cogíamos de la mano y gritábamos: «a tapar la calle, que no pase nadie...»
En algunos lugares de España se han tomado medidas concretas desde hace unos años. Por ejemplo, si ahora quieren ir al Parque Nacional de Ordesa y hacer la excursión que conduce a la preciosa cascada de la Cola de Caballo deberán coger un autobús en Torla, que les llevará hasta el parking donde comienza el recorrido. En temporada baja está permitido acceder con nuestro vehículo a ese punto de partida. O si tienen previsto maravillarse con el espectáculo natural de la playa de las Catedrales, sepan que el acceso está limitado y que en el momento en el que escribo estas líneas solo hay billetes a partir de este sábado. El resto de días está completo el aforo.
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Unos tantos y otros tan poco. Porque aquí, en Salamanca, una ciudad sin industria que vive, entre otras pocas cosas, del turismo se lo ponemos muy difícil al que quiere venir a admirar la belleza de nuestro patrimonio. Ayer, después de 1.590 días, se recuperó la cuarta frecuencia del tren rápido que nos comunicaba con Madrid antes de la pandemia. Iba lleno, aunque le pese al ministro de Transportes.
El 15 de septiembre se cumplirán cuatro años y medio desde que no circula ningún tren de pasajeros que comunique Salamanca con Portugal. Y Pedro Sánchez no está por la labor de recuperar el tren de la Vía de la Plata cuanto antes. Sin embargo, a pesar de las constantes zancadillas del Gobierno, aquí queremos más turistas.
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Ojalá a alguien se le ocurra repartir camisetas por la Rúa con el lema «Tourists come home», o lo que es lo mismo, turistas venir a casa, que os esperamos con los brazos abiertos.
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