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Dicen que los parlamentos reflejan la sociedad a la que representan. Dicen que los políticos que circulan por sus pasillos encarnan al ciudadano medio. Dicen que, en cierto modo, en eso consiste la democracia.
No sé. En ocasiones casi prefiero que no nos miremos demasiado ... en ellos. Eso mismo me ha pasado en los últimos días. Y curiosamente no guarda relación con el manido asunto de la ilegal amnistía-referéndum que puebla a diario las tertulias radiofónicas. Me refiero a las continuas faltas de educación de las que hacen gala demasiados representantes públicos.
No es de recibo que la presidenta de las Cortes de Aragón, Marta Fernández, niegue el saludo a la ministra de Igualdad, Irene Montero, y a la secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez. No es que la ministra llegara a tierras mañas haciendo amigos. Nada más ver a la segunda máxima autoridad aragonesa le espetó: «¿Qué tal, presidenta? Me alegro de que nos encontremos en un evento europeo para defender el derecho al aborto». Y, claro, quien ya había calificado a la líder podemita como una persona que «solo sabe arrodillarse para medrar», no despegó los brazos de su espalda y simplemente respondió: «Bienvenidos a esta casa». El gesto dio la vuelta a España y causó vergüenza ajena.
En el basurero en el que se han convertido las redes sociales, recordaban algunos que hace año y medio varios diputados socialistas negaron el saludo al presidente de las Cortes de Castilla y León, Carlos Pollán, también de Vox, después de prometer sus respectivos cargos sobre la Constitución y recoger la medalla que les acreditaba como procuradores regionales. Sorprendentemente no se levantó tanto revuelo como en este choque de féminas, a pesar de que el infame gesto era similar.
Y de la grosería pasamos en minutos al «barriobajerismo». El pleno municipal madrileño discurría con cierta normalidad cuando uno de los concejales, el socialista Daniel Viondi, tras agotar su turno de palabra, se acercó al lugar donde estaba sentado el alcalde José Luis Martínez-Almeida y le propinó tres cachetes en la cara. Se le fue la pinza, literalmente, ante la estupefacción del resto de ediles madrileños. El numerito de su expulsión del salón de plenos quedará para los anales del surrealismo. Y, ya por la tarde, el macarrilla anunció que dimitía y pidió perdón, lógicamente obligado por el líder del PSOE regional, Juan Lobato, mientras la exministra Reyes Maroto, ahora mandamás municipal socialista, se dejaba caer en los brazos de la tibieza.
Puede que sea este largo y extremadamente cálido veranillo de San Miguel, pero las cabezas de sus señorías están más caldeadas de lo que corresponde. Cada vez llevo peor las animadversiones personales, las intransigencias, los populismos baratos, las demagogias insanas, el insulto barato. Con su actitud, los políticos que caen en este tipo de hechos debilitan la credibilidad de las instituciones y afectan negativamente a su funcionamiento democrático.
No ayuda la forma de debatir en el Parlamento, donde cada vez más se exalta la intransigencia, donde el chascarrillo fácil y faltón recibe los aplausos agradecidos de los compañeros de filas, donde la inteligencia parece haberse esfumado para no volver.
Al final, es sencillo llegar a la conclusión de que en esto de la política hay mucho 'notas'. Y a más de uno habría que quitarle los puntos y mandarlos a hacer un cursillo de urbanidad para que se reciclen un poco y puedan representarnos con cierta dignidad. Que la pierden con mucha facilidad.
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