Este fin de semana hemos visto el «lado borroka» de Esperanza Aguirre. Sí, toda una grande de España se puso en modo activista y, enfundada en un chubasquero de color lila, arengó a las masas para que cortaran el tráfico frente a la sede del ... PSOE, en la calle Ferraz de Madrid. En ningún momento se sintió incómoda. Más bien todo lo contrario. Azuzó al personal para que abandonara las aceras y se hiciera notar realmente mientras gritaban «Sánchez, a prisión».
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Le brillaban los ojillos. La vi rejuvenecer. La misma mujer que hace cuatro días abogaba por la unión entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo para que los independentistas catalanes y vascos no mangonearan el Gobierno de España, ahora rodeaba el cuartel general de los socialistas.
Entiendo su cabreo. El presidente del Gobierno en funciones tiene los pantalones en los tobillos en la negociación con Puigdemont. Y lo peor de todo es que ha llegado a tal extremo de concesiones que no puede agacharse para recogérselos si quiere tener alguna opción de mantenerse en la poltrona monclovita. Está vendiendo el Estado de Derecho español sin despeinarse.
Pero una cosa es quedarse de brazos cruzados ante tamaña tropelía y otra muy distinta acosar la sede de un partido político. El PP tiene experiencia. Lo sufrió en sus propias carnes la víspera de las elecciones del 14 de marzo de 2004, cuando una turba fue a la calle Génova a exigir que le dijeran la verdad sobre los atentados del 11-M. Y todos sabemos que estas cosas no surgen espontáneamente, sino que están organizadas y dirigidas meticulosamente. Y que una vez en harina, la situación puede volverse muy peligrosa.
Quizá por eso, y porque se están convocando concentraciones frente a las sedes del PSOE en numerosas capitales españolas, como la de ayer de Salamanca, Feijóo ha querido poner un poco de orden. Ante la posibilidad de que la facción energúmena acapare el foco mediático -todos sabemos quién está detrás de esas convocatorias-, el líder popular prefiere una revuelta tranquila, organizada, sin desmanes.
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Los militantes que trabajan o que acuden a la sede del partido del puño y la rosa no tienen la culpa de que sus dirigentes estén perpetrando el mayor atraco a la democracia que se recuerda. Ni siquiera aunque hayan apoyado con un 87,13% de los votos el acuerdo para «formar un Gobierno con Sumar y lograr el apoyo de otras formaciones políticas para alcanzar la mayoría necesaria» para la investidura, como rezaba la pregunta que les hicieron este fin de semana. Ellos verán con qué cara miran luego a sus vecinos.
Mal está la condonación de los 15.000 millones de deuda de Cataluña al Estado que Pedro Sánchez ha cedido a los de ERC. Mal está que les transfiera la gestión de los trenes de cercanías que operan por allí. Pero, no nos engañemos, Feijóo hubiera hecho algo parecido si hubiera tenido que sentarse a negociar. Podríamos tirar de hemeroteca y descubrir que cada vez que ha habido un pacto con nacionalistas, bien por un partido de derechas, bien por otro de izquierdas, la cosa ha ido siempre de pasta, no de ideología; de vil metal, no de progreso ni retroceso; de parné, vamos. Sin embargo, la amnistía va mucho más allá. Constituye un ataque a la línea de flotación de la democracia que nos hemos dado y que durante estos casi cincuenta años, con nuestros aciertos y nuestros errores, hemos cuidado. Protestemos por ello. No nos quedemos callados. Hagamos cuanto esté en nuestra mano, sobre todo cuando tengamos una papeleta entre los dedos. Pero no juguemos, que determinadas protestas las carga el diablo.
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