Escuchaba ayer en Onda Cero una interesante entrevista de Carlos Alsina al corresponsal de El Mundo en Rusia y Ucrania, Xavi Colás, con motivo de la reciente publicación de su libro «Putinistán». Además alucinar sobre la descripción que hacía de «un país alucinante en manos ... de un presidente alucinado», como reza el subtítulo del volumen, me llamó poderosamente la atención una de sus frases. Colás venía a decir que si el símbolo del nazismo era el brazo en alto y el distintivo del comunismo el puño cerrado y erguido, el del «putinismo» eran sin duda los brazos cruzados. El ruso Vladimir, que cada semana amenaza a Occidente con sacar brillo a sus armas nucleares, apenas genera entusiasmo entre sus compatriotas. Lo viven con indiferencia. Según este periodista, cuando Putin llegó al poder se produjo una especie de acuerdo tácito según el cual el gobierno no se metía en la vida de los ciudadanos y ellos tampoco en lo que hacía el gobierno. El problema ha llegado en los últimos años, cuando el gobierno se inmiscuye cada vez más en lo que hace la gente y ya es tarde para modificar el pacto. ¿Les quiere sonar a algo cercano?
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En este país que antes se llamaba España, como decía Vizcaíno Casas, estamos muy cerca de esa situación que dibujaba el reportero madrileño. Vivimos instalados en la indolencia.
Por eso, soportamos sin despeinarnos que la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, critique a los hosteleros que cierran sus restaurantes a eso de la una de la madrugada porque tenemos que parecernos más a la aburrida Europa.
Por eso, aguantamos a diario primeras páginas de periódicos donde aparecen Koldos, Ábalos y Armengoles desfilando por la pasarela de la corrupción. Y lo que es peor, leemos atónitos cómo vuelan para no volver millones de euros, que -no lo olvidemos- salen de nuestros impuestos y, por ende, de nuestros madrugones.
Por eso, toleramos que el PSOE y Junts se rían de nosotros mientras negocian una ley de amnistía que borra de un plumazo el papel de los jueces en nuestro país. De no remediarlo, a partir de esta semana, quien la hace la paga o no según quieran Pedro Sánchez y Carlitos Puigdemont. Los amigos del presidente ya no se cortan. Este fin de semana venían a decir: «aprobemos la ley de amnistía y luego, ya veremos». Es decir, dejémonos de poses sigamos haciendo lo que nos de la gana, que aquí no pasa nada.
En Salamanca tampoco estamos para tirar cohetes. Acabamos de enterarnos de que la recuperación de la cuarta frecuencia del Alvia a Madrid, que el ministro Óscar Puente prometió para este primer trimestre del año, vuelve a retrasarse sine die y aquí nadie mueve un dedo. Continuamos anclados en una displicencia tal que el exalcalde de Valladolid, cada vez que se acuerda de nosotros, se carcajea. Para muchos, la manifestación del pasado 21 de enero en la Plaza Mayor, en la que miles de salmantinos se echaron a la calle para reclamar mejores conexiones ferroviarias, fue todo un éxito. Sin embargo, seguro que Puente, al ver que el ágora no se llenaba y que el escenario que se montó para la ocasión ocupaba un cuarto de plaza, sonrió tranquilo.
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Para unos que salen a protestar con cierta trascendencia -los agricultores y ganaderos- van y lo hacen divididos. No aprendemos.
Ojalá cuando lleguen las elecciones, de cualquier tipo, nos acordemos de las carcajadas de esos políticos sin escrúpulos y no nos quedemos de brazos cruzados.
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