Hace un año que votamos en unas elecciones convocadas a traición en un acto irresponsable de Pedro Sánchez, que no nos han conducido más que a ocho meses de desgobierno, de humillantes ataques al Estado de Derecho, a la Constitución y que han agravado de forma preocupante el enfrentamiento entre españoles.
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El PSOE de la era «sanchista» había perdido gobiernos municipales y autonómicos. En definitiva, perdió importante poder territorial el 23 de mayo de 2023 y en un acto de prepotencia, soberbia, altanería y endiosamiento, don Pedro dijo: o conmigo o contra mí y convocó a los españoles en pleno mes de vacaciones, cuando la mayoría había planificado su merecido descanso después de un año de trabajo.
Las urnas dejaron al PSOE como segunda fuerza política, por detrás del PP, que con Alberto Núñez Feijóo ganó más de 3 millones de votos respecto a los comicios de 2019 que le sirvieron para poco, porque no consiguió reunir una mayoría en el Congreso que le permitiera echar a Sánchez de La Moncloa y en una democracia parlamentaria, como la nuestra, gana quien consigue reunir los votos en el Parlamento. No es el caso de Pedro Sánchez, pero da igual porque él desgobierna.
Los números sí le dieron para sumar, pero no para conformar una mayoría suficiente que le permitiera gobernar. Donde dije digo, tuvo que decir Diego sin sonrojo y perdiendo absolutamente la poca dignidad y el crédito que debe tener cualquier gobernante. Y así fue como después de repetir, tres días antes de las elecciones generales, que con un Gobierno del PSOE no habría ni amnistía ni autodeterminación, hincó la rodilla en el suelo y pacto con alevosía y nocturnidad la impunidad absoluta para todos los delincuentes independentistas que habían intentado dar un golpe de Estado. Se lo exigía el prófugo de Junts.
Era la única manera de conseguir el apoyo de los siete votos del partido de Puigdemont. No solo no le importó a él perder la honorabilidad que le quedaba, sino que obligó sin rechistar a perderla a todos sus vasallos: Fernando Grande Marlaska, María Jesús Montero, Miguel Iceta, Carmen Calvo o Salvador Illa, que no dudaron en salir, atendiendo a los deseos del jefe, a decir que no había amnistía porque no estaba reconocida en el ordenamiento jurídico español o porque no se contemplaba en la Constitución Española. Solo hay que recordar que Sánchez ha hecho lo contrario de lo que dijo: tramitó y aprobó la Ley de Amnistía, convirtiéndose en un títere de Puigdemont, a los suyos en unos idiotas y a los españoles en rehenes de un delincuente.
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Este año habría sido un calvario para cualquier persona normal, pero no para el presidente del Gobierno, que tiene a su mujer y a su hermano imputados. Él mismo ha pasado de enarbolar la bandera contra la corrupción a estar rodeado por ella. El mismo personaje que pidió a Mariano Rajoy la dimisión por tener que ir a declarar como testigo por un caso de corrupción del PP, hoy está citado a declarar como testigo por el juez que investiga por corrupción a su esposa, Begoña Gómez. Sánchez no tiene previsto seguir su propio consejo y dimitir.
El que fuera su mano derecha en el Gobierno y en el partido, el exministro José Luis Ábalos, se defiende como puede en el fango de la corrupción en el que está hasta las orejas su fiel amigo Koldo. Ha sido incapaz de aprobar los presupuestos para este año y su aliado y prófugo de la justicia le tumbó ayer de nuevo el techo de gasto, que es el trámite previo a la aprobación de los Presupuestos Generales para el próximo año. El títere llamado Sánchez tendrá otro «as» bajo la manga.
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