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Seguramente gran parte de quienes lean estos renglones torcidos no me entenderán o no me querrán entender, o quizá sea yo que no me sé explicar, bien es verdad que no hay palabra mal dicha sino mal interpretada. No quiero ponerme ácido y mucho menos cáustico, como diría el párroco de San Juan de Barbalos, don José María Miñambres, pero me temo que voy a caer en la tentación a pesar de estar en Cuaresma. Es precisamente la proximidad de la Semana Santa la que me provoca estos pensamientos, revuelve mis tripas y provoca cierto nivel de ebullición interna. Ya comienzan a vislumbrarse atisbos semanasanteros y más de uno asoma el capirote, aunque lo que se le ve es el plumero. Llega la Semana Santa, para algunos algo serio, profundo y de hondo calado espiritual. Unos días para moverse, removerse y conmoverse ante un acontecimiento de Fe que forma parte de su vida. No es así para todos y lo puedo entender. Entiendo que para muchos sea una semana para hacer caja, para alegrarse por la alta ocupación hotelera y hostelera, o para vender todo tipo de productos típicos de nuestra tierra, para hacer una escapada a la nieve o irse a la costa. Entiendo que para otros sea lucir en la calle la belleza de unas imágenes envueltas en un mar de flores y perfumadas por el incienso, mientras la cera riega las calles de la ciudad. Acepto pulpo como animal de compañía, y más siendo gallego, ahora bien, una vez aceptadas todas las vertientes y diferentes caras de la Semana Santa, no puedo entender que los creyentes nos quedemos sólo en eso. No puedo entender que al igual que con los payasos de la tele nos pregunten ¿qué tal están ustedes? ¿Qué tal la Semana Santa? Y de manera inconsciente y aborregada, contestemos todos a una: biennnnn. Bien ¿para qué y para quién? Enhorabuena a los semanasanteros de escaparate, a los de la puesta en escena, ánimo y adelante, «a quien Dios se lo da san Pedro se lo bendiga». Pero bien, sobre todo, para los que lejos de presumir son capaces de asumir lo que estos días significan para un creyente coherente y consecuente. Para esos que procesionan en el día a día de su vida viviendo la fe, sembrando la esperanza y compartiendo con amor. Esos que no llevan el hábito sino que tienen hábito, esos que no esconden bajo el capirote su condición de creyentes, sino bajo el manto de la humildad y la sencillez. Esos que no desempolvan su Fe de año en año, sino que tratan de vivirla como mejor pueden o saben, a riesgo de ser ridiculizados y despreciados, esos que sin hacer ruido mantienen viva la llama del Evangelio. Esos que descubren al crucificado en el prójimo y le iluminan, no con una vela sino con una mirada entrañable y una sonrisa cargada de emoción. Llegados este punto, viva el circo y viva la Semana Santa, que cada uno valore dónde, cómo y cuándo vive su Fe. No se trata de despreciar sino de elegir y asumir por qué apostamos y cuánto duramos. Al final lo poco agrada y lo mucho cansa. Tanta procesión puede acabar siendo un auténtico calvario, y si no al tiempo.
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