Ya lo dijo Jesucristo hace mucho tiempo, «mi reino no es de este mundo». De vez en cuando me lo recuerda alguien conocido y cada vez me siento más identificado con la expresión. No sé si mi reino es o no de este mundo pero cada vez este mundo me chirría más y me duele aún más. Me siento un renglón torcido y como alguien dijo «un verso suelto», cada día más suelto a pesar de esa especie de esclavitud en la que nos movemos los humanos. Esclavos de nuestros miedos, de nuestras luchas, de nuestros intereses. Esclavos de nuestro consumismo, de nuestro egoísmo y de nuestro hedonismo.
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Da igual hacia donde mires: el mundo político, el eclesiástico, el deportivo, el empresarial, el de las artes, el de las letras, la universidad, la sanidad, ... Así estamos, en alerta roja. Son muchas las guerras y más las batallas, lástima que vivamos en una especie de inconsciencia, ajenos a nuestras irresponsabilidades. La alerta roja tiene que encenderse en nuestro corazón más allá de la de Oriente Próximo, y digo en nuestro corazón y no en nuestra mente, porque de cerebros y descerebrados andamos sobrados.
Vivimos en un mundo donde nos cuesta cada día más identificar y gestionar nuestros sentimientos. Somos muy racionales, ajenos al dolor y el sufrimiento del otro. Normalizamos lo que no es ni medio normal y relativizamos lo que nos interesa siempre a nuestro favor. Cada día son más las noticias relacionadas con cualquier tipo de violencia. Aquel «periódico de las porteras», más conocido como «el Caso», aunque desapareció a finales de los noventa parece estar más de actualidad que nunca.
Parece que la inteligencia artificial está de moda y se ha descorchado el frasco de sus esencias, pero nos guste o no, los seres humanos estamos cargados de sentimientos y quizá, como dijo Pascal: «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Cada vez nos mueve más el interés o mejor dicho, el capital. No queremos sentir para no sufrir y al final, no tardando mucho, sufriremos por nuestra incapacidad para sentir y gestionar lo que sentimos.
Está todo inventado y cada vez que lo reinventamos lo empeoramos. Enredamos cada vez más lo simple y lo sencillo convirtiéndolo en un laberinto de difícil salida. Desgraciadamente al no ver salida optamos por alternativas inadecuadas, quizá por eso son cada día más visibles las situaciones de violencia, el uso y abuso de las adicciones y, por supuesto, los tristes y dolorosos suicidios.
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Dicen que un día alguien que se había suicidado llamo a la puerta del cielo, el bueno de San Pedro le indicó que ese no era su sitio, un suicida ha de ir al infierno. Se enzarzaron en una acalorada discusión, hasta que llegó Jesús y preguntó qué alboroto era aquel. Pedro muy seguro de sí mismo y de su decisión le dijo al Señor que aquel individuo se había suicidado y quería entrar en el cielo cuando su destino era el infierno. Jesús le dijo: «Pedro no te confundas, de ahí es de dónde viene». No sigamos haciendo de este mundo un infierno.
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