Ahora que Juan García-Gallardo ha dejado sin cabeza de cartel a Vox, se habla de un adelanto electoral en Castilla y León, un asunto cansino por recurrente. Dicen que hay sondeos que apuntan un mayoría absoluta para Alfonso Fernández Mañueco, pero sabido es que las encuestas las carga el diablo, en este caso el diablo de las empresas demoscópicas y sus encuestas con mayorías que luego se disuelven en las urnas cual azucarillos.
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No hay constancia fehaciente de que Génova se oponga a un nuevo adelanto de las elecciones en Castilla y León, pero eso dicen las fuentes generalmente bien informadas (y otras tantas no) de la Corte. Feijóo no es de los más intrépidos a la hora de tomar riesgos, pero tampoco se entiende que no quiera aprovechar una oportunidad de golpear donde más le duele al inquilino de La Moncloa. Con el PSCL-PSOE en reconstrucción tras la espantada de Luis Tudanca y con un candidato a punto de acudir a los tribunales por posibles ofensas religiosas (el famoso caso del desfile de Carlos Martínez a bordo de un improvisado papa-móvil desde el que bendecía a los sorianos con una escobilla de váter), y con Vox sin capitán, el PP dispone de una ocasión pintiparada.
En cuanto al dimitido, no creo que haya muchos castellanos y leoneses que vayan a echar de menos a Gallardo. Lo mejor que se puede decir del que fuera vicepresidente de la Junta es que no causó mayor daño porque no pudo. Su paso por el Colegio de la Asunción y las Cortes regionales provocó un rastro de conflictos innecesarios, declaraciones tóxicas e iniciativas retrógradas que por fortuna no tuvieron mayor consecuencia porque su puesto carecía de competencias y Alfonso Fernández Mañueco se limitó a sufrirlo en silencio.
Gallardo no mejoró en nada la vida de los castellanos y leoneses, pero tampoco se puede asegurar que la empeorara. El mayor estropicio que causó durante los dos años largos que ejerció de número dos del Gobierno regional consistió en horadar a conciencia la imagen de la Comunidad, que durante un tiempo llegó a ser candidata a emporio y refugio de la ultraderecha nacional.
Sus iniciativas sobre el protocolo antiabortos o las leyes de Violencia Intrafamiliar y de Concordia (contra la Ley de Memoria Histórica) han quedado por fortuna aparcadas en el baúl de los trastos inútiles. Y los consejeros verdes que amargaron el diálogo social y provocaron conflictos en la aplicación del saneamiento ganadero pasaron a la reserva inactiva cuando Santiago Abascal decidió romper los pactos con el PP en las autonomías por un «quítame allá esos menas».
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El exlíder de Vox en Castilla y León ha hablado de discrepancias políticas con Abascal (sin citarlo) y de falta de democracia interna, para justificar su espantada. Yo creo que el verdadero motivo de su dimisión no es otro que el haberle forzado a dejar la vicepresidencia de la Junta para caer en la irrelevancia. Hablar de democracia interna en Vox es como hablar de lucha contra la corrupción en el PSOE de Sánchez. No se lo cree nadie.
Lo de Gallardo fue un querer y no poder, un mucho ladrar y poco morder. Como dice el soneto de Cervantes, «...y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada».
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Dijo ayer Alejandro Pérez de la Sota, concejal de Vox en el Ayuntamiento de la capital salmantina, que Gallardo «se va con elegancia». Desde luego, será lo único que ha hecho con elegancia desde que le conocemos. Yo prefiero la despedida que le dedicó Esther Peña, portavoz de la Ejecutiva del PSOE: «Tanta paz lleve como tranquilidad deja». Pues eso.
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