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Y por fin aquella tarde de domingo decidió que era hora de echarle valor al asunto, sacudirse la pereza de encima y bajar al sótano en busca del taladro, un trabajo postergado durante aproximadamente nueve meses. Quizá más. No es que el bricolaje dominguero figurara entre los trabajos más aborrecibles del universo pero con los años la pereza había ido ganando un territorio bastante inexpugnable entre las actividades preferidas de nuestro amigo, un ser en apariencia normal y corriente pero que los fines de semana mutaba en un ente extraño mitad mineral mitad vegetal que se pasaba las horas muertas tendido a todo lo largo y ancho en el sofá del salón frente a un televisor de cincuenta y tantas pulgadas que enlazaba sin interrupción las hazañas de nuestros más destacados deportistas con alguna serie de moda.
Ya en el subterráneo, lo complicado era vislumbrar por algún insospechado rincón la dichosa herramienta que bajó a localizar entre las montañas de artilugios, juguetes, bicicletas, ciclomotores, una fondue, una paellera, cajas de cartón, cuadros, revistas, periódicos, libros, viejos electrodomésticos y otros cacharros más o menos inservibles hace tiempo jubilados del ajetreo cotidiano habitual en el que algún día estuvieron ocupados.
Fue entonces cuando apareció aquel viejo mueble enterrado en el extremo sur del sótano dónde se alineaban aquellos vinilos que tanta compañía le hicieron en su lejana adolescencia. Y de pronto, entre todo aquel arsenal plagado de bandas inglesas, cantantes melódicos italianos, cantautores protesta o música disco, apareció ella. Hermosísima y sensual con su cabellera rubia, sentada a horcajadas en una silla y mirándole fijamente a los ojos desde aquellas preciosas pupilas azules de un sencillo de 45 revoluciones con una pegatina en la solapa anunciando que aquella canción había sido número 1 en toda Europa. Así que sí, de nuevo quedó clausurada la búsqueda del taladro, rescató el vinilo y subió a casa sintiendo la necesidad urgente de volver a escuchar aquella preciosa melodía que durante algunos meses había escuchado a diario cerrando los ojos tendido sobre la cama de su cuarto de adolescente. Acostumbrada a esos paseos y promesas infructuosas, su mujer lo vió dirigirse a su habitación y aunque no le pareció que con aquel artefacto pudiera ir demasiado lejos en la tarea de colocar una alcayata en la pared, lo dejó hacer.
Fue cuando comenzó a atronar por toda la casa la voz herida y rota de aquella dama con el corazón terriblemente destrozado.
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