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Últimamente sospecho que la distancia entre nuestros políticos y la gente de la calle se está convirtiendo en una brecha insalvable, que cada vez más los mundos en que viven unos u otros se alejan hasta dar la apariencia de vivir en universos diferentes y en una realidad paralela en la que cada uno va a su bola sin atender ni entender al otro.
El vociferante mundo de los políticos de uno y otro bando, tan irreconciliables entre sí, y todo el ruido y la fanfarria que les persigue y les rodea con sus medios afines sirviendo de portavoces a los intereses de unos y otros, se ha ido instalando en un oscuro castillo que se afianza en una órbita excéntrica, a una distancia sideral del mundo real. Cada mañana los contendientes de uno y otro bando, ambos alojados en el mismo castillo pero en diferentes zonas, salen cubiertos de sus radiantes armaduras al patio para batirse en un duelo infame de insultos, menosprecios, calumnias y reproches que luego glosamos tertulianos, columnistas y portavoces completamente airados e iracundos, furiosos y hambrientos de sangre. Las aves que sobrevuelan esa lúgubre fortaleza caen enfermas tras respirar ese aire viciado de odio que impregna su atmósfera. Es un aviso.
Afortunadamente a cada vez más millones de años luz de ese castillo donde los combatientes limpian y aguzan sus armas para el día siguiente, discurre el mundo de la gente normal de la calle, gente sencilla que tan solo aspira a ser feliz, trabajar dignamente y disfrutar de una vida cotidiana y cortísima en la que lo único que merece la pena es el amor y la amistad que los interrelaciona. Se encuentran por la calle y sonríen. Conversan sobre el partidazo de la Champions del otro día, sobre la entrada que han comprado para asistir a un concierto, sobre una serie recién estrenada que les tiene en vilo, sobre un libro maravilloso que alguien le regaló por su cumpleaños, sobre un viaje que planean hacer el próximo fin de semana a la Sierra de Francia, sobre los achaques que últimamente le está procurando la edad, sobre lo buenísimo que está el café que acaban de compartir en el bar de la esquina. Ojalá que algún día los amos del castillo y todos sus secuaces comprendiesen (comprendiéramos) cuál es el mundo que realmente importa y merece la pena defender. Sospecho que la gente ya lo tiene claro.
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