Patrimonio inmaterial: identidad, emoción y obsolescencia
«¿Tiene sentido en la Salamanca del siglo XXI un museo dedicado al patrimonio cultural inmaterial?»
Juan Francisco Blanco
Domingo, 23 de marzo 2025, 08:45
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Juan Francisco Blanco
Domingo, 23 de marzo 2025, 08:45
Los amantes de las tradiciones populares suelen practicar un neorromanticismo que entra en el doble juego de la utopía edénica y la distopía catastrofista.
Pero el Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) está por encima de trasnochados y estériles ramalazos románticos. Por desgracia, se ve sometido de día en día a más presiones económicas, sociales y también culturales, fruto de políticas erráticas, inmaduras e insuficientes. La falta de compromiso con el PCI, sin embargo, no es solo un problema de las administraciones públicas; también la iniciativa privada alineada en la defensa del patrimonio ignora o, cuando menos, desatiende el patrimonio inmaterial. No suelen verse gestos de alarma al respecto en las asociaciones defensoras del patrimonio.
Esta desatención generalizada choca, sin embargo, con el papel protagonista que se le reconoce al PCI en la representación de la identidad. Es por ello que parecen despertarse sensibilidades orientadas a reivindicar y poner en valor este patrimonio o, al menos, algunas de sus manifestaciones. El latido del grupo, o de una parte del mismo, se acelera cuando se comparte una fiesta popular, una melodía o un baile tradicionales… Las tradiciones siguen desatando emociones.
La cultura de tradición oral es una cultura pragmática, utilitarista. Esta es una de las razones por las que han ido desapareciendo ciertas manifestaciones culturales de tipo tradicional. Ya no sirven, están obsoletas o bien han dejado de usarse por diferentes razones (desafección, estigmatización, desprestigio, ideologización…). En cambio, otras permanecen porque siguen conectadas con algún punto sensible del inconsciente colectivo y despiertan emoción.
Estos argumentos justifican la desaparición en el último medio siglo, entre otros, de un folclore musical asociado a ciertas faenas campesinas extintas con la mecanización; otro tanto ocurre con algunas morfologías artesanas, que han tenido que evolucionar hacia lo puramente decorativo (¡qué gran hallazgo la filigrana en barro de Alba de Tormes!) o la amplia tipología de piezas del ajuar doméstico y campestre que elaboraban los pastores (cubiertos, vasos, colodras, polvorines o fiambreras de asta y de corcho) o la indumentaria, a pesar de la revitalización de que disfruta actualmente.
En los años 60 del siglo pasado, a poco de estrenarse la televisión en nuestro país y gracias a la eficacísima herramienta de difusión y propaganda que significó la Red Nacional de Teleclubs, la España rural descubrió un mundo exterior por imitar y comenzó a avergonzarse de las señas de identidad que le habían sido válidas hasta ese momento: las hablas locales, la alimentación, las relaciones sociales, la vivienda, el vestir... La indumentaria tradicional ritual y festiva (el llamado traje típico) comenzó a desacralizarse y a deshabitar aquellos sanctasanctórum de las familias, que eran los arcones y las arcas, para ridiculizarlos como disfraces de carnaval. De igual manera que los campesinos cambiaban a los chamarileros fuentes de loza y porcelana antigua zurcidas de lañas por otras de duralex, las gentes de nuestros pueblos descubrieron también que había otras formas de revestir la solemnidad más allá de una manteo o una sobina o mantilla de rocador.
La falta de uso justifica, a su vez, el olvido de algunos perfiles del patrimonio inmaterial particularmente conectados con el territorio. Así ocurre con la toponimia menor; los nombres de ciertos parajes o pagos acaban borrándose de la memoria porque ya no se emplean y solo quedarán registrados en los archivos.
De igual modo, el espectro legendario que ha contribuido a sostener por siglos un territorio mítico se halla prácticamente desdibujado en la percepción grupal, sumándose al anonimato en que se ve sumido el espacio físico. Al olvidar los nombres de los lugares, hemos perdido el relato fundacional mítico y místico de nuestra patria esencial y la posibilidad de emprender un viaje genésico a nuestras tradiciones. Ya no sabemos el porqué de la fuente de la mora ni del tesoro, ni de su bautismo atemporal. En general el legado creencial se ha disociado de la concepción sagrada del mundo que lo sostuvo. No sé si, como dice Rubén Amón, la humanidad pierde el norte cuando deja de mirar al cielo, pero algo desnortados sí parece que andamos.
Por otro lado, en cambio, perviven, se recuperan y ganan auge incluso ciertas manifestaciones que, desde la sensibilidad social actual, conforman algún tipo de soporte de la identidad del grupo. Tal es el caso de las fiestas y sus aledaños; incluso de neofiestas como la de la matanza tradicional.
Temo que esto es entrar en territorio comanche, pero en varias ocasiones se ha hablado en Salamanca de la posibilidad de crear un museo dedicado al PCI (o alguno de sus perfiles). ¿Tiene algún sentido en la Salamanca del siglo XXI un museo de estas características? Es un hecho contrastado por los especialistas externos que Salamanca es una de las provincias con un más rico, variado y singular patrimonio inmaterial, llegando a despertar una perplejidad notable y recurrente el hecho de que no exista todavía un museo dedicado al mismo. La urgencia inaplazable de conservar el mayor número posible de piezas testigo suma razones de peso a la necesaria salvaguarda que el patrimonio inmaterial reclama y que la Unesco encomienda a las administraciones públicas.
Ahora bien, ¿qué tipo de museo? Un museo solvente y acorde al siglo XXI solo puede surgir de un proyecto riguroso; de ninguna manera puede derivar de un capricho oportunista ni puede limitarse a una simple acumulación de piezas sin criterio y, en ocasiones, sometida a los cantos de sirena de algunos coleccionistas excesivamente interesados en «colocar lo suyo». Por otro lado, deberá superar estereotipos, poniendo el foco en el hecho diferencial e identitario de las comarcas salmantinas.
Tendrá que ser, en fin, un proyecto alejado de ranciedades, innovador en sus planteamientos museográficos, con experiencias inmersivas y sensoriales y conforme a las nuevas sensibilidades y demandas sociales. Pero no sé yo si esto no pertenece ya al territorio de la distopía.
(*) Juan Francisco Blanco es filólogo e investigador del patrimonio cultural inmaterial.
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