A propósito de la dimisión ayer de María José Rodríguez como rectora en funciones de la Universidad de Salamanca, tras la no menos sorprendente dimisión de Ricardo Rivero hace una semana, le escribo un mensaje a un amigo, catedrático del ala docta de nuestra Alma Mater: «¿Qué está pasando?», aunque más que una pregunta era un lamento.
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Después de aquella extraña dimisión como rector de José Ramón Alonso en 2009, cuyos motivos nunca se explicaron dando lugar a conjeturas más propias de Barbara Cartland que de una pomposa Universidad casi milenaria, la Institución entró en una etapa de normalidad y rutina, que es lo mínimo exigible a un lugar de estudio, enseñanza y reflexión.
Pero el pasado jueves, Rivero decidió romper la estabilidad de su segundo mandato presentando la dimisión sin dar muchas explicaciones y para volver a su cátedra de Derecho Administrativo, imagino que huyendo de los ruidos políticos y de los sinsabores de la gestión entre los que hoy se debaten los poderes. Rivero dejaba el camino expedito para unas nuevas elecciones que den un nuevo impulso a la alicaída Universidad de Salamanca. Entretanto, ocuparía su cargo hasta esas nuevas elecciones la vicerrectora María José Rodríguez. Sin embargo, y aunque la exigencia de la interinidad rectoral era mínima y de mero trámite, esta señora presentó ayer su dimisión, seis días después de acceder al cargo y provocando un nuevo e innecesario estrés en la Institución.
Aunque la renuncia ha sido justificada por problemas «de salud», motivo del todo respetable, la cuestión de fondo la interpreto en clave general, más relacionada con nuestra falta de compromiso y de responsabilidad para afrontar los retos y problemas que nos va presentado la vida, y que en el caso de la vicerrectora suplente se limitaban a asistir a algún acto protocolario y a firmar la convocatoria de nuevas elecciones universitarias.
Esta nueva dimisión viene a confirmar mis sospechas sobre el mundo que viene, que ya tenemos encima: estamos abocados al colapso por incomparecencia, ya sea por miedo, por incapacidad o por un individualismo feroz que nos ha alejado de todo compromiso social, de ahí, y perdonen que insista con este supremo ejemplo, que nadie cabal e ilustrado, quiera acercarse a la política u otros quehaceres públicos. Mucho ánimo, señor Díez.
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