Ni los «baby boomers» ni la «generación X» somos ya nadie: se han deshecho de nosotros y hasta los de la Z se sienten viejos en este laberinto al esprint. Lo que fuimos, sí, pero hoy nada más que simples ciudadanos de un mundo que no reconocemos. Sin más, nos echaron, quizás porque a todo le colgamos, a modo de medalla olímpica, el adjetivo «normal»: desearíamos unos políticos «normales», en una sociedad normal, con unas relaciones «normales», disfrutando de un cine «normal», espectáculo para los sentidos; nos conformaríamos con una literatura «normal», en la que autores sospechosos de ser brillantes como Roald Dahl o Agatha Christie pudieran mantener a sus «gordos», a sus «negros» y a sus «feos». Literatura «normal», o transgresora (Bukowski vive), o dulce (pongamos que hablamos de Fannie Flagg). O nuestra (Juan Marsé sin ir más lejos). Nosotros, la generación de los gloriosos 60, que le dimos a la revolución de los hijos de la postguerra mundial lustre y perspectiva en los 80 y 90 —además de sacar todo lo mejor del capitalismo—, hemos acabado perdidos en el desguace de lo «normal», nuestra estrella de David bordada en la pechera. Nadie nos quiere en este mundo de tarados. Fuimos engreídos, lo tuvimos todo y derribamos el Muro de Berlín. Sé muy bien lo que fue y lo que significó reunificar Alemania, salvar el mundo del comunismo muchos años antes de que lo hiciera Annie Lennox. Todos éramos Patton, leíamos toneladas de libros, bebíamos copas hasta el amanecer y queríamos ir a París, Texas, con Wim Wenders. Vuelo directo de los Cines Van Dyck de Torres Villarroel a Texas. El mundo era lo que se suponía que debería ser: ese lugar maravilloso que nos habían prometido nuestros padres. Y aún mejor.

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(Unos años después)

Y estaba en el destierro de los «normales» cuando apareció un niño llamado Carlos Alcaraz en Londres, un niño de Murcia pero sin Ninette (gracias Mihura). Y Wimbledon se rindió a su juventud, divino tesoro. Y allí estaba él, en la cena de campeones con su número uno del tenis mundial y con su acné. Otra nueva España en forma de ídolos parece que siempre florece cuando las cosas no pueden estar peor. Y lo dijo: «ahora vuelvo a Murcia a ser un chico normal». ¡Dijo normal! normal como nosotros, probablemente como usted, como los del gueto de la libertad que leemos en papel… No me lo podía creer, dijo ¡normal!, lo extraordinario volvía a parecerse a lo normal, nada de estrellas erráticas y de políticos fuera de la realidad, pero vigías de este campo de concentración. Un chaval de 20 años tenía la palabra clave: ¡normal!

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