Los españoles estamos al límite: hartos, estresados, sobresaltados, abrumados, agotados, escandalizados. Extenuados. Sentimos, me refiero a la España que no se dedica profesionalmente al odio y a vivir del cuento, que la situación sociopolítica que vivimos no da más de sí y que urge un cambio, aunque en el ambiente sobrevuela una descorazonadora falta de esperanza.
Publicidad
Siento que en nuestra relación con quienes nos gobiernan hemos llegado al momento más crítico de una pareja en crisis: «tenemos que hablar». Porque el problema de España en las últimas décadas ha sido precisamente una total falta de conexión entre la política y los ciudadanos. Tras la Transición se fue organizando sibilinamente toda una dictadura del poder que ejercía tanto un concejal de tercera división como un presidente del Gobierno, hasta llegar hoy a la chufla que tenemos por consejos de Ministros, el bajo nivel de los parlamentarios nacionales o regionales, o las figuras que contaminan las más altas instituciones del Estado, como la presidenta del Congreso, el del Tribunal Constitucional o el fiscal general, figuras todas ellas marcadas por la sombra de la sospecha en lugar de por el decoro y la independencia que se les supone y sobre las que debería asentarse la salud de una democracia.
La tragedia de Valencia, además de una riada de muerte, destrucción y ruina, ha traído también la constatación de lo que todos sabíamos, pero no queríamos reconocer: el Estado no funciona, y mucho menos como Estado de las Autonomías. A lo largo de las décadas hemos tenido millones de pruebas que han certificado el fracaso del sistema confeccionado en la Transición, pero sin embargo nadie, por culpa de la partitocracia imperante, ha querido corregirlo, adecuarlo a los tiempos y, sobre todo, poner coto a los abusos, auténticos atropellos constitucionales cuando no delitos, cometidos principalmente en Cataluña y el País Vasco. Y llegó Valencia, y allí se han demostrado dos cosas: que el poder autonómico es irrelevante y que la necesaria acción del Estado está minada por la artrosis estructural. Lo único que funciona en ambos casos es la lluvia de millones que manejan, y aquí nos preguntamos: ¿en qué?, ¿para qué?, ¿para esto? Es entonces cuando esperamos al Estado y a sus parásitos regionales en el quicio de la puerta y les decimos: «Tenemos que hablar». Queremos respuestas. Queremos soluciones. ¡Ya!
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.