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Hace ya tiempo que, como español, arrastro alma de exiliado: mi vida está aquí pero mi libertad está fuera, más o menos lejos, pero fuera. Puedo estar exiliado en Vilar Formoso o en Puerto Escondido, o a veces sólo en mi cabeza, lo más lejos posible de este ruido llamado España.
Y el martes me encontraba exiliado en Vilar Formoso, dándole vueltas a como darle vida a esta raya mía/esta raya nuestra, recordando con nostalgia esa línea férrea que nos llevaba, vía Salamanca, de Lisboa a París -oh, la épica de los sueños sin Internet-; andaba proyectando ese hotel de lujo en lo que fue la «Alfândega» portuguesa... Y todo ello mientras comía en «Casa Oliveira», que viene a ser en mi particular exilio lo que para el éxodo cubano representa el «Vesailles» en Miami. Y entre mis pensamientos, mi plato de «lulas» y mi copa de «Muralhas», la televisión portuguesa anunciaba una inmediata alocución al país del primer ministro António Costa, una vez destapados presuntos casos de corrupción que le salpican directamente. Y apareció en la pantalla del pequeño restaurante el señor Costa, líder socialista cuyas maneras en el Gobierno de Portugal nada tienen que ver con las de Sánchez, aun cuando el mandatario luso también ha tenido que lidiar con el «Podemos» portugués, el llamado «Bloco de Esquerda».
La dimisión de Costa la estaba viviendo en directo como un momento emocionante, lleno de dignidad, nada de justificaciones, nada de trucos para aferrarse al poder: Costa anunciaba a pecho descubierto, sin portavoces ni edecanes, que dimitía para que sea la Justicia la que determine el alcance de las graves acusaciones. Tenía delante de mí a un hombre íntegro, acechado por la sombra de la corrupción, pero íntegro consigo mismo y con el pueblo portugués. Definitivamente, como español, estaba en el exilio en «Casa Oliveira». Jamás vi nada igual en España y mucho menos vi la dignidad televisada y en directo. Costa no era un hombre caído, era en ese momento un gran político. Portugal y la democracia, lo primero. De hecho, suya fue la gran frase que ahora pongo con letras doradas sobre nuestra pervertida manera de hacer política, a ver si aprendemos algo de nuestros queridos vecinos y hermanos. Apunten lo que dijo Costa; apunten y enséñenselo a sus hijos, a sus alumnos: «La dignidad no es compatible con la sospecha». Apunten. Apuntemos, que falta nos hace.
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