En agosto apenas apetece escribir de política y tampoco estoy dispuesto a contarles a ustedes el calor que hace ni a especular sobre el asesinato de un médico colombiano a manos -eso parece- de un joven español (nieto de quien fue mi amigo, el actor Sancho Gracia). Así que escribiré un breve trazo literario sobre Helman Melville.
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Melville, el marinero, había nacido en Nueva York en 1819 y su gran aventura comenzó el 3 de junio de 1841 cuando se embarcó en el Acushnet para un viaje por los mares del sur. En el verano de 1842 desertó en Nuku Hiva (una de las islas Marquesas) y allí vivió, entre caníbales, hasta que logró enrolarse en un ballenero que le llevó a Hawai. En 1844 consiguió regresar a Boston.
Dos años después publicaría su primer libro (Typee). En 1847 se casó con Elizabeth Shaw y se instaló en Pittsfield (Massachusetts) donde el matrimonio viviría hasta 1863, año en el que se trasladaron a Nueva York.
1850 fue trascendente para la literatura: murió Balzac y nació Stevenson, Dickens publicó David Copperfield y Melville Moby Dick.
De Moby Dick, Melville sólo obtuvo, aparte de algunas críticas insatisfactorias, la indiferencia pública. En un pasaje del libro se ridiculiza la posibilidad de que «cualquier ignorante de tierra adentro» explique la novela «como una monstruosa fábula o –lo que todavía es peor y más detestable- como una repugnante e intolerable alegoría».
Melville murió en Nueva York el 28 de septiembre de 1891. Tenía 72 años. Habían de pasar 70 años para que la generación literaria norteamericana de los años veinte lo rescatara del olvido.
De Benito Cereno, uno de los relatos contenidos en The Piazza Tales (1856), Juan Benet escribió lo siguiente:
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«Es el relato de una aventura, sin más complicaciones acerca de su significado, habrá de reconocerse que las forma en que está escrito no puede ser más elaborada. Se trata de un relato marinero –de los que tan pródiga es la literatura en inglés- en el cual no falta nada indispensable: la aventura, la acción guerrera, el rigor y la crueldad de la vida a bordo, el exotismo de los países lejanos y desiertos, y sobre todo… el misterio».
Que conste que Juan Benet era un notable escritor a quien no le gustaba nada se hiciera mención de ese oficio, prefería que le llamaran ingeniero (y lo era, de Caminos, Canales y Puertos). No era dado al halago literario, más bien era hipercrítico.
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Si el amable lector no desea leer Moby Dick, al menos vea la película que hizo John Huston. La rodó en Canarias y estuvo a punto de ahogarse preparando unos planos.
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