¿Qué le puede pasar por la cabeza a un tipo de 40 o 50 años para saltar la valla en un partido de fútbol base y correr hacia una niña de 13 años?

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Qué alma tan miserable hay que tener para pensar que un niñín imberbe forma parte de una campaña premeditada para perjudicar al equipo de fútbol de un pueblo de la provincia y que, por lo tanto, se merece un correctivo.

Está pasando. Entrenadores, directivos, jugadores, aficionados y padres que casi todas las semanas protagonizan algún tipo de incidente en los campos de fútbol de Salamanca por el simple hecho de que un árbitro aficionado -tan aficionado como ellos en lo suyo- no ha visto un fuera de juego, o porque ha pitado penalti que no era. «Nos ha tirado por tierra todo el trabajo de la semana». Fíjate, tú. ¡Qué grave!

Me pregunto cuál debería ser el verdadero trabajo en una categoría de alevines si no es el de aprovechar el deporte como vehículo para inculcar valores en esos niños.

Da asquete estar en un campo de fútbol y oír, tanto en la grada como en el campo, frases del tipo «es que son malísimos» o «nos mandan a los peores» refiriéndose a niños que se inician en el arbitraje. Claro, y eso lo dice un señor con chándal cuyo currículo consiste en ser el ayudante del delegado en un equipo de tercera provincial.

Desde hace un año, los árbitros menores de edad lucen un brazalete identificativo para que todo el mundo sea consciente de esa circunstancia. La esperanza de la RFEF cuando adoptó esta medida era que el mundo del fútbol se lo pensaría dos veces antes de insultar o protestar a un árbitro que no tiene ni 18 años y que está en proceso de formación. Que les daría vergüenza o compasión. Se equivocaron.

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Todavía queda un resquicio para la esperanza porque cuando suceden estos actos, es cierto que existe una reacción inmediata de otros aficionados, o integrantes del mismo club del energúmeno de turno, que afean la conducta.

En este contexto tiene cierta lógica la medida que pretende el Ministerio de Sanidad y que pasa por prohibir toda venta de alcohol es recintos deportivos -entre otros- cuando haya sesiones que se hayan concebido expresamente para personas menores de edad.

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Este texto se anunció hace cerca de un año y, por entonces, generó debate. Si de lo que se trata es de no dar un ejemplo negativo a los menores, no se entendía que un padre no pudiera beber una cerveza mientras su hijo está centrado en el partido y, sin embargo, la bebiera abiertamente cuando ambos están en una cafetería después de hacer deporte y comentando las jugadas.

La norma cobra ahora un doble sentido. Por un lado, se mantiene el de no normalizar el consumo de alcohol delante de menores, pero también destaca el de no darle gasolina a los impresentables que se inflaman fácilmente.

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La pregunta es si una, dos o siete cervezas son capaces de cambiar tanto a una persona. Pregúntense ustedes si en estado de embriaguez serían capaces de ir a pegar a una niña que está aterrorizada con el banderín, o si serían capaces de insultar a otro de seis -¡seis años! por su color de piel. Si alguien responde que sí, debería hacérselo mirar.

Que a lo mejor el problema no es el nivel de alcohol en sangre, sino la sangre en sí. Que algunas personas parecen que se cruzan entre primos porque de otra forma no se explica.

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