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El año pasado, en esta misma columna, le expliqué mi posición con respecto a Luis Rubiales y las razones por las que creía que no debía estar al frente de la Federación Española de Fútbol. Un personaje así nunca debió acabar dirigiendo los destinos de un deporte tan profesionalizado, que mueve tanto dinero y que moviliza tantos sentimientos.
Hasta hace poco más de una semana, era difícil entender cómo un individuo como él podía haber llegado a dirigir una organización que gestiona un presupuesto cercano a los 400 millones de euros. No se me ocurre una mayor cantidad de dinero en manos de una persona menos preparada. Pero desde hace nueve días ya sabemos la explicación. Bastó ver y escuchar los aplausos de la infame Asamblea General televisada para darse cuenta de que las estructuras y parte de los que manejan la organización están tan podridos que favorecen la aparición de este tipo de caciques autócratas, a los que les basta con ofrecer más dinero e influencia a cambio de falsas lealtades.
Luis Rubiales nunca debió entrar en el palco de autoridades del estadio Sydney Football Stadium, ni quizá a ningún otro, porque debería haber sido cesado hace mucho tiempo. Su continuidad en el cargo solo ha sido posible gracias a la falta de escrúpulos de quienes le nombraron y a la inacción del Consejo Superior de Deportes, por su presunta afinidad con el presidente del gobierno.
Porque antes de que le diera el beso a Jenni Hermoso ya sabíamos que había pactado llevarse la Supercopa de España a Arabia Saudí, acordando una comisión con uno de los jugadores que participaba en la competición. Y antes de que se tocara sus partes delante de todo el planeta también sabíamos lo de la fiesta con chicas en el chalet de Salobreña, lo del viaje con la pintora a Nueva York, su polémica subida de sueldo, etc... Todo eso debería haber sido suficiente, pero por si era poco, podríamos incluir los fracasos de la selección española masculina en los dos últimos mundiales.
Lo escribió Tom Wolfe en su novela «La hoguera de las vanidades» hace 36 años: «Hay personas que son dueñas de las salas de calderas, pero eso solo no les sirve de nada a no ser que sepan cómo se controla el vapor». Luis Rubiales es de esos. Ha controlado las turbulentas y hedorosas tuberías de la Federación, pero se ha descontrolado al verse con poder, fama, dinero, coche oficial y la nula vigilancia de los suyos. El vapor de la vanidad le ha acabado abrasando por su propia culpa, por la de quienes le han apoyado, aunque ahora renieguen de él, y por la de los que miraron para otro lado a pesar de su incapacidad. Lo malo es que la nube ha tapado también una victoria histórica y ahora solo se ve un ridículo internacional.
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