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Vinicius es un jugador extraordinario al que se ha atacado por todos los flancos. En su primer partido en España recibió un mordisco, y después fue carne de «memes» y de mofas porque fallaba goles. Aquello, lejos de desequilibrar a un chaval de apenas 18 años, le fortaleció. Y siguió creciendo hasta que su talento le convirtió en uno de los mejores futbolistas del mundo. Como todo lo anterior no había funcionado y el jugador no paraba de crecer, algunos de sus compañeros comenzaron a premiarle con una retahíla de patadas alevosas, que casi siempre contaban con la complicidad de los árbitros y del VAR. Y entonces, el joven brasileño se empezó a cansar y a entrar al trapo de todas las provocaciones, harto de la impunidad con la que se trataba a sus agresores y de la pulcritud con la que se medían sus aspavientos.
Nadie puso la solución a tiempo. Sus enemigos se fueron creciendo y el entorno del jugador no consiguió ser un buen consejero. Alguien debió asesorarle antes, al igual que alguien debió acabar con la barra libre contra él. Y así, hemos llegado al asqueroso filón que han encontrado sus detractores más descerebrados para sacarle de los partidos: el racismo.
Los ataques al color de su piel no son más que un camino para acabar con sus regates. Si hubiera sido la homofobia o cualquier otro tipo de discriminación, también la habrían intentado explotar. Porque lo que no gusta de Vinicius es que sea capaz de ganar partidos. Por eso, no se insulta de la misma manera a otros jugadores negros de la Liga.
Ha sido horrible escuchar esta semana a quienes se preguntaban por qué solo hay racismo con él o a quienes justificaban los insultos por ser un provocador. Quienes lo hacen toman prestado sin titubear, el argumento de los que se preguntan si una mujer iba provocando cuando la violaron.
Si no tenemos claro quién es la víctima es imposible buscar la solución. Y encima hay quien le exige que, con 22 años, tenga la madurez suficiente como para callar; terrible.
Nada de esto, que nos ha llevado a un sonrojo internacional, habría sido posible sin la aquiescencia de la Liga y de la Federación Española de Fútbol. Estamos ante el único caso en el mundo en el que una competición no cuida, sino que incluso maltrata, a uno de sus mejores deportistas. Parecen desconocer que son ellos son los que llenan los estadios, los que revalorizan los derechos de televisión y los que exportan el espectáculo. Vinicius ha acabado estallando con su dedo acusador. Algún día tenía que pasar. Porque detrás de esos imbéciles, que hacían el mono en la grada de Mestalla, hay mucho tiempo de acoso. Ojalá el fútbol, aproveche también hoy la jornada de reflexión para pensar en todo esto.
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