Secciones
Destacamos
Escribo con los «pordentros» estremecidos y los ojos ahogados en un llanto seco, al que difícilmente puede ponérsele palabras. Apenas once horas antes de que en Israel se declarara la guerra, yo esperaba en el aeropuerto de Ben Gurión que un avión de Iberia me devolviera a España con los recuerdos de diez días memorables. Era viernes, 6 de octubre, y por el Mediterráneo de las aguas más orientales y azules, ya se había escapado el sol. Sobre la noche altiva de Tel Aviv, un sueño titilante de estrellas, sin sombras alarmantes. ¿Cómo imaginar barbarie alguna en tanta poesía? ¿Cómo pensar que las hermosas tierras que venía de pasear con sosiego iban a sacudirse por la metralla? ¿Cómo no sentir un escalofrío cuando pude haber sido uno de esos de tantos que ha tenido que vivir la angustia y desesperación por tener que salir del país a toda prisa para huir de la contienda?
Nada se advertía. En un coche he recorrido buena parte del país sin temor, a pesar de saberme entre gentes con diferencias irreconciliables. Desde el monte Hermón, frontera con Siria y Líbano y primer gorgorito del Jordán, hasta lo más sureño de un Mar Muerto que ha comenzado a menguar sus aguas por el cambio climático. Nada se advertía salvo el callado rumor de una historia sagrada que, se sea o no creyente, se hace pregunta y resonancia espiritual. Israel forma parte de esos lugares de Tierra Santa por donde Jesús llevó un relato de salvación y amor, aunque el mundo de hoy no parezca necesitar de tales epopeyas o consejas. La guerra que acaba de comenzar no silencia el resto de guerras que, aquí y allá, están abiertas. Hay muchos países del mundo donde los niños tienen escritos en los ojos el terror, el hambre y la orfandad. Muchos pueblos a los que sobrevuelan los buitres para roer los huesos de la barbarie humana. Cada imagen que nos procuran los medios de comunicación se hace una estampa que produce vértigo. Pero esa realidad finalmente queda lejos de nosotros. El día antes de mi providencial regreso a casa, fray Francesco Patton, Custodio de Tierra Santa, puso en mis brazos un afectuosísimo abrazo para Salamanca y La Fuente de San Esteban. Un día de diciembre de 2017 recibió el título de Huésped Distinguido de Salamanca por el entonces primer teniente de alcalde, Carlos García Carbayo y, dos días después, celebró misa y firmó en el Libro de Oro de La Fuente de San Esteban. Junto a él, fray Enrique Bermejo, franciscano de Cantalapiedra, 48 años viviendo en Jerusalén; el entrañable amigo al que tanto le debe la hermandad Franciscana de Salamanca. ¡Rezad mucho! -me ha escrito por wasap-.
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para registrados.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.