De no ser por las grandes finales del fútbol, de la bandera de España, los más de los jóvenes, no conocerían ni sus colores. De no ser por los «sí, quiero» con muchas flores, fotógrafos, perendengues y parafernalias, de la liturgia de la misa, los más de los mismos, poco más que decir amén. Eso sí, sin dejar de mover los dedos, con una maña y celeridad admirables, por la pantallita del móvil para responder el último wasap del amigo que ocupa el banco inmediato de atrás. Los nuevos tiempos se han enraizado en un individualismo y desprecio a valores de comunidad que hubieran espantado hasta a los hombres y mujeres de las cavernas. La grey más tierna del XXI ya no reconoce otros pastores que no sean los que la agrupa y entontece en sus «rediles» sociales, aunque sepa que buena parte de las corderitas y corderitos del rebaño va peligrosamente embobándose por demás, y no le queda otra que sentarse en los sillones de Freud, por ver si es capaz de desembuchar sus gigantescas soledumbres y melancolías, y ajustarse un poco los tornillos.

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Créanme, no está en mí el querer poner ironía a este problema. Entiéndalo mejor como la enorme preocupación que tengo y la gran pena que siento al contemplar mi alrededor o leer las noticias que nos dejan los medios. Se hace muy difícil aventurarse a decir quién es el culpable de todo esto. Muy arriesgado acertar en el porqué. Pero las cifras reales de jóvenes (y no tan jóvenes) con problemas de autoestima (y todo lo que ello implica) están ahí y no podemos entramparlas. Manuel Muiños, mi vecino de esta página Gaceta, conoce mejor que nadie los datos y me consta que los números le han llenado el corazón de llagas.

Sorprende, sin embargo, su sonrisa siempre abierta y su esfuerzo infatigable por no querer tirar la toalla y estar en todo momento ahí, predicando la vida, desde el púlpito y desde la calle (¡qué más da dónde se ponga la voz, si en toda parte está el amor de Dios por medio!), aun sabiendo que las sementeras de hoy en día exigen tirar mucho grano para recoger poca o mediana cosecha. El pasado sábado, en una boda familiar, una vez más pude comprobar la habilidad y buen quehacer que tiene el padre Muiños en esta suerte de siembras juveniles. La sinceridad de sus palabras, su humildad y simpatía, se clavaron como aguijones en los oídos de todos los asistentes, y, de ahí al corazón, solo hubo un paso. Fuera ya de la iglesia, todos hablaban de ello. A pesar de que el día fue largo y había mucha vianda, mucho vino y mucho baile. Muiños es uno de esos valores humanos con los que Salamanca espiga trigo y nunca se siente oeste.

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