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Tener que escribir una columna de prensa el 'día de las elecciones' para que salga publicada el 'día de después', resulta intimidante. Los aires de estos tiempos políticos están demasiado enrarecidos como para ensayar determinados saltos circenses, y, además, ¡ay!, me pasa como a tantos: vamos a las urnas sobrados de pesimismo y mermados de esperanza. ¡Ay! «¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?», Quevedo dixit. ¡Ay! Pues eso.
Eran poco más de las diez de la mañana de ayer domingo cuando comencé a teclear las primeras letras de mi espacio GACETA de hoy. Poco más de las diez, y solo los más madrugadores habían dejado ya su voluntad política en las urnas. Poco más de las diez, cuando yo me preguntaba qué siglas ocuparían hoy los titulares de los medios; quiénes estarían redoblando tambores por su victoria, quiénes humedeciendo el pañuelo por su derrota; quiénes pensando ya en el chalaneo y compadrazgos, para ajustar pronto el negocio y poder poner en pie sus próximos gobiernos municipales y autonómicos.
Les confieso que eran poco más de las diez, y se me salían del pecho los pálpitos. Somos muchos los españoles que no acabamos de acostumbrarnos a estos cambalaches democráticos que nos dan gato por liebre; muchos los que seguimos pasmándonos ante el lenguaje y soflamas de algunas señorías parlamentarias, que, lejos de incentivar la convivencia, el respeto y la unidad social, se han erigido como sumos sacerdotes de la violencia verbal y la división de España. La misma España que les da el pan, la misma España a la que pegan la patada y llaman perro. «¡Ay, buen juicio! Te has ido con las bestias irracionales, y los hombres han perdido la razón». En la voz de Shakespeare suena ahora el lamento. Según los paleontólogos, los de Atapuerca ya hablaban hace medio millón de años. No sé si hubiera sido mejor que nunca lo hubieran hecho.
Hoy sabremos quiénes habrán de ponerse al mando de nuestro futuro, para cumplir clamorosamente con sus promesas y desnudar discretamente sus mentiras. Lo normal en este siglo del relativismo y posverdad, donde ver algunas manos jurando sobre la Constitución dan la risa. Pero ya lo expresó debidamente Maquiavelo: «Un gobernante no debe mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento redunde en perjuicio propio». ¡Es una pena que se piense a todos los políticos por igual! me dije antes de firmar esta columna e irme a votar. La mañana electoral se debatía entre nubes y claros. Que a los alcaldes de todo signo les guíe la prudencia de los sabios y se protejan de la bachillería de los demonios.
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