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A Alberto Estella, porque sé que los cielos también abren sus oídos a los cuentos.
A Jerusalén la han visto nacer estos tiempos raros de la inteligencia artificial, aunque su existencia, hasta lo que yo sé, nada le deba a la computación o a la robótica, sino al natural amorecer de los animales, cuando la biología sintetiza las hormonas sexuales y a la mamá-vaca le entran las ganas.
Ella, me refiero a Jerusalén, jamás se soñaría como un algoritmo matemático porque tan solo es una tierna becerrita, cárdena y chiquita, con pelo crespo y morrito berreón. Una más de esas tantas criaturas que ha parido la naturaleza vacuna, y a la que las pandemias del cambio climático -¡Enfermedad Hemorrágica Epizoótica, horror!- han dejado huérfana en un mapa geopolítico terriblemente incierto y arbitrariamente hostil. Pero Jerusalén nada sabe de dentelladas gubernamentales, ni de picaduras culicoides. Todo lo más es creer que podrá ir «estojando» en la dehesa al cuidado del ganadero y respirando el aire, mientras se enjalbega la luz de una Navidad que ya viene y coge al mundo con la razón rabiosa y el corazón contrito.
Se hace estremecedor escribir un cuento de Navidad cuando en la noche de los campos de pastores de Belén habrán de aparecerse las estrellas entre las dendritas de la metralla. Jerusalén vino a nacer justamente cuando yo regresaba de pasar unos días en Israel; a pocas horas de que los pueblos que convivían en las tierras santas sacudieran sus odios y el aire se volviera irrespirable. La tarde que visité la gruta del Niño-Dios a mi alrededor se amalgamaban hombres, mujeres y niños de toda religión y raza, con despreocupación y una lágrima temblando en sus pupilas. La pujanza de los sentimientos la mayor parte de las veces no puede dar explicación. Tal vez porque la fuerza y el misterio que tienen todos los lugares sagrados, no solo arrastran a las gentes por su devoción o fe, sino para abrirles su corazón, escuchar sus silencios espirituales y poder comprender la esperanza de los contrarios. Los animales del campo no entienden de estas cosas, lo sé. Pero Jerusalén se me hará en estos días mi más hermoso himno a la paz en tiempos convulsos. Ella será la becerrita huérfana que yo guiaré en este sueño de Navidad hasta el pobre pesebre, para entibiar el cuerpecito desnudo de un niño que fue después un hombre justo. No teman por ella, no, va bien equipada de alas. Además, Jerusalén es charra, morucha, voluntariosa y guapa. Salamanca va a estar muy bien representada, créanme. Ya nos contará a la vuelta. No hay cuento sin fin, aunque yo ya no pueda decirles algo hasta el año que viene. Feliz Navidad, queridos lectores.
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