Ya no recuerdo cuándo, ni por qué, se le llamó «la caja tonta». Ni si los tontos estaban dentro o fuera, cuando se generó el término. Lo cierto es que polémicas como las surgidas a cuenta de que una concursante quiera marcharse de un programa por presión psicológica, u otra por un desmayo en estado de extrema debilidad, no me parece ni ejemplar, ni educativo, ni lógico, ni siquiera entretenimiento.
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Entiendo que la televisión está inmersa en un cambio estructural, empujada por las nuevas tecnologías, los nuevos hábitos y las nuevas generaciones, cuya forma de entender la vida tiene puntos diametralmente opuestos a los de mi generación: trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Muy respetable. Ojalá que sean capaces de encontrar el camino hacia ese equilibrio que, en estos momentos, no parece del todo viable. Desde luego, no les imagino yendo a comprar el periódico, ni viendo los informativos de los canales generalistas de televisión, a la hora de comer. Los jóvenes que son y llamamos nativos digitales eligen su tiempo, no están al albur de una programación. Lo tienen todo a través de la tecnología, que es su amiga, su mentora, su educadora. Horror…
El crecimiento de las televisiones locales, como ocurre en Salamanca, o Castilla y León, tiene que ver con hacer de la necesidad virtud, ofreciendo contenido más puro, más natural y, por supuesto, más cercano. Cosas que pasan a mi alrededor. Así que puede que no valga la multiplicación de programas de entretenimiento en los grandes canales nacionales. Más aún, aquellos que utilizan a las personas como cobayas, en aras de acontecimientos chocantes con que generar audiencia, que ahora se suma —y provocan— a la repercusión en las redes sociales: no se puede jugar con las personas, con su salud, ni física, ni mental; ni con niños, que por más graciosos que nos resulten cantando, bailando o haciendo monerías, o platos extraordinarios, son solo niños.
Se va a obligar a los influencers y otros famosos gamers, o a los nuevos chiripitiflaúticos internaúticos, a pasar por las leyes de la publicidad, igual que ocurre con los canales televisivos. Bien está, porque son negocios y, además, llegan a millones de espectadores, o seguidores como les gusta decir. Ahora bien, sigo pensando que los programas que juegan a ejercer una presión extrema a los concursantes, jugando con su salud física o mental, generando imágenes de personas rotas por la emoción, la frustración o la falta de alimentos, deberían pasar por un control de quién sea. Y no se trata de cerrar el grifo a la creatividad, al entretenimiento o al desarrollo de este o aquel medio. Menos aún a su libertad creadora. Se trata de proyectar la imagen de un mundo que busque ser mejor, sin utilizar a las personas de manera de tan denigrante, por mucho que se les pague. Que esa es otra.
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