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En la gala de los premios Oscar de 1993, Fernando Trueba afirmó creer solo en Billy Wilder, cuando subió a recoger el galardón a la mejor película de habla no inglesa por Belle Époque. Trueba hizo ese alarde de supuesta sinceridad no sé muy bien por qué, si como posicionamiento vital, como gag o como adulación a nivel deidad hacía ese genio de origen austríaco que hizo de la comedia virtud, en la frontera entre los años cincuenta y los sesenta del siglo pasado. Sin pretender emular a genios en cualquier arte, siento que me pasa algo similar, pero con otro asunto más mundano.
Verán, muerto y enterrado definitivamente el Congreso de los Diputados como lugar donde hacer política, ya solo creo en la cercana. En esos concejales, alcaldes y presidentes -menos aquellos que tienen que esconderse por su mala cabeza- que siguen manteniendo el contacto directo con la gente en las calles; si no a diario, sí en muchas ocasiones donde el evento, la inauguración, la celebración o la fiesta así lo determinan. A ese político real apelo. A su espíritu de servicio, a sus ganas de mejorar la vida de sus conciudadanos, de ver crecer emprendimientos y a esos jóvenes que han visto formarse y que, algún tiempo después, comienzan más o menos titubeantes a dar los primeros pasos en sus profesiones aún en ciernes.
Y quiero hablarles de Arín. Un niño ficticio que he conocido esta semana en el acto de presentación de un cuento sobre su vida dirigido a los mayores. En realidad, narra la vida de varios niños y niñas como él, con Síndrome de Down. Un trastorno genético que afecta al desarrollo intelectual. Según su autora, son más de cincuenta años de lucha para que personas con este deterioro cognitivo y con otras deficiencias intelectuales hayan podido integrarse en el sistema educativo general, dejando así de ser unos apartados, que es lo peor que les puede pasar a los discapacitados. Bueno, ahora hemos limado el lenguaje para determinar que tienen capacidades diversas. Quedarnos en lo lingüístico sería como beber solo la espuma de la cerveza, y yo no conozco a nadie que haga tal cosa. Arón, que es el joven real que da vida a Arín en el cuento, trabaja en Berretes, un obrador inclusivo, un proyecto único, salmantino y extraordinario. Una empresa como cualquier otra, con la particularidad de que contrata a jóvenes con discapacidades intelectuales para convertirlos en pasteleros. Lo malo de gente maravillosa como la que ha creado y colabora en este proyecto es que nos ponen a todos los demás frente al espejo: ¿qué hago yo en mi día a día que ayude realmente a quienes lo necesitan? El espejo es una técnica de trabajo utilizada por profesionales de la salud mental y del desarrollo personal tan potente que, como en esta ocasión, me ha dejado claro quién es el subnormal social. Habrá que hacérselo mirar.
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