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Suenan al fondo los chorros de agua por la calle Estafeta. Es pronto. Lo suficiente para que a la Policía Local le dé tiempo a retirar cualquier recuerdo de una larga noche de fiesta. Todo hay que dejarlo listo, cuanto antes, para que a las ocho en punto esté limpio. Nada puede dificultar la carrera de los toros, los bueyes y los mozos. Se nota el frescor del agua, el olor de la desinfección, aunque parezca un estado imposible durante los sanfermines. A esa hora, rondando las ocho de la mañana, te reconcilias con la higiene. Todo queda impoluto. También de borrachos, borrachas y borraches. Incluso de desorientados. En esas calles, quienes se dedican a poner orden, te orientan rápido.
Es Pamplona, 7 de julio, y a las 8 en punto se vuelve a celebrar la vida antes de juguetear con la muerte. ¡Viva San Fermín! Porque ésta sobrevuela como la cámara de televisión que graba el plano cenital.
Los persigue durante los casi 848,6 metros de distancia desde los corrales, pasando por la plaza del Ayuntamiento, la calle Mercaderes, la curva, la emblemática calle Estafeta, el tramo de Telefónica o la entrada a la plaza de toros. Está en cada esquina, vigila desde el vallado, en cada zancada y en cada caída. En cada punta de los pitones de los seis toros que cruzan la ciudad camino del Coso de la Misericordia. Los mozos la sortean, muchos de manera inconsciente. Es un juego gratuito y retransmitido para todo el mundo.
Comienza la cuenta atrás y el ruido se convierte en bullicio y poco después en murmullo. Nadie da una voz más alta que otra. Como el que se sienta en el banco a la espera de que comience la Eucaristía. Ya ha amanecido en Pamplona y se espera la gran carrera. Abrazos, saludos, miradas... cada uno calma los nervios como puede. A otros los miras desde la protección de tu balcón y tienes claro que no saben dónde se han metido. Conseguirán una hazaña, una medalla para lucir en el pecho. Y de pronto... suena el cohete que marca la apertura de las puertas de los corrales. Vuelve el griterío, el nerviosismo, se oyen los cencerros de los bueyes que arropan a los seis toros. Pero esos duran solo unos segundos. La masa de gente que antes miraba para atrás comienza a correr sin tener muy claro por dónde le viene la guadaña.
Y de pronto... han pasado. Los ves camuflarse a lo lejos y salir los mozos por los costados, algunos despedidos, otros se quedan agazapados deseando que aquello pase cuanto antes. Y esperan hasta que un amigo o un desconocido les tira del brazo. Estás vivo. Pamplona implosiona entre el 6 y el 14 de julio, los cuerpos se abandonan, la mente vuela libre. La seguridad es ejemplar y los altercados son anecdóticos si valoramos la cantidad de personas que se reúnen en la ciudad durante más de una semana.
Hay una mancha en el currículum de estas fiestas. La Manada. El país entero se puso en pie de guerra contra las agresiones sexuales. Los agresores fueron condenados y las penas ejemplarizantes. El Ministerio de Igualdad se revalorizó, el «solo sí es sí» se hizo himno y la ministra decidió que había que cambiar la ley. Una ley que acaba de actualizar su palmarés: 1.155 reducciones de condenas a agresores sexuales y 117 excarcelados.
Gracias a una ley impulsada por Irene Montero con el beneplácito del Ministerio de Justicia y el visto bueno del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Y múltiples avisos en contra a los que no hicieron caso. Un escándalo por el que el país no se ha revuelto. Resulta incomprensible. Ni una sola protesta en la calle. Ni una sola dimisión en el gobierno.
La imagen de Pamplona recorre el mundo entero estos días. Desde el lugar más recóndito del planeta hasta un pequeño pueblo de la sierra de Salamanca, San Miguel de Valero, donde pasé los veranos con mis abuelos.
Un pueblecito de 400 habitantes desde donde veía los encierros más importantes del mundo. A pocos minutos de las ocho te levantabas. Mi abuela era el despertador. No existían los móviles con alarma, ni siquiera la televisión tenía mando a distancia.
Levantarnos con sueño mi hermano y yo, ver el encierro, la repetición y volver a la cama un ratito más era de los mayores placeres que he tenido en mi vida. Una tradición desde niña que ahora disfruto en vivo, como un gran privilegio, aunque me siga levantando con sueño.
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