Ayer celebramos el octogésimo aniversario del Desembarco de Normandía; de ese día tan largo que duró casi un año, en el que perdieron la vida decenas de miles de civiles y soldados de ambos bandos. El fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa puso término a la mayor carnicería acontecida en nuestro continente, pero también significó el inicio de un periodo de progreso hasta entonces desconocido. La sobrecogedora estética de los cementerios militares no fue en vano.
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Por razones que todos conocemos, España se incorporó muy tarde al proceso de construcción europea, pero quienes ya llevaban mucho camino recorrido nos introdujeron en un privilegiado club de libertades institucionalizadas. Europa nos ha enseñado lo que no pudimos aprender de nuestra propia historia, ayudándonos a consolidarlo. Sin embargo, la mayor parte de los españoles aún desconoce que el Consejo de Europa y la Unión Europea no son lo mismo, y la vocación europeísta del callejero de nuestra capital desmaya cuando, en el barrio del Zurguén, la placa dedicada a Robert Schuman humilla la ortografía de su apellido.
Muy poco ayudan nuestros políticos a esa necesaria redención. Da igual que juguemos al chinchón, a la brisca o al julepe: seguiremos tirando el dado para ver si sale un cinco y sacamos la ficha amarilla del corral. En la avariciosa conquista del voto, da igual cuál sea la cancha; sólo importa la defensa o el asalto a la Moncloa, según quien sea el que agite el cubilete. Por el camino, escribiremos alguna carta a la ciudadanía o rezaremos algún rosario a la puerta del café, pero ni un discurso sobre el presente o el futuro de Europa en la campaña, o sobre el papel que debe librar nuestro país en ese contexto. Jugaremos al parchís, sí o sí, como en las autonómicas o en las municipales. Ya lo dijo Juan Mari Montes en su columna del pasado martes: lo bueno de las próximas elecciones europeas es… que no tendremos otras elecciones inmediatas a la vista.
Pero conviene ser cauto. Los nazis fueron expulsados del poder tras una cruenta guerra, pero los totalitarismos reverdecen –disfrazados, como siempre– al amparo de la ignorancia de quienes ven en ellos a unos animosos patriotas que defienden el sano sentimiento del pueblo frente a un evanescente enemigo que tiene la culpa de todos nuestros males. Por eso, frente al más que comprensible hartazgo, animo a cumplir con la responsabilidad que nos compete. Hay que votar; a quien sea, menos a los nazionalistas. Europa importa; es la última barrera.
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