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Me llena de ternura ver a todos los líderes del Congreso acordando la futura reforma del artículo 49 de la Constitución. Todos —excepto los de siempre; se agradece su afán por distinguirse— apoyan la sustitución del término «disminuidos» por la expresión «personas con discapacidad». Por una vez, no sólo se han puesto de acuerdo en algo, sino que se congratulan de haberlo hecho, comprometiéndose de cara a la apertura de nuevas vías de diálogo y colaboración.
Debería cundir esta forma de ver las cosas, pero hay que ser realista: la futura reforma constitucional cumple con lo que se espera de los poderes públicos respecto de un colectivo de millones de personas, pero no pasa de ser un gesto tan loable como simbólico de cuyo significado, por fortuna, participa toda la sociedad desde hace mucho tiempo. Mejor tarde que nunca, eso sí. Porque quiero ser optimista, de este oasis de entendimiento en mitad del desacuerdo me quedo con esa esperanzadora declaración de intenciones.
Si es cierto que existe una auténtica voluntad de concordia, espero que nuestros políticos empiecen a pensar más en los ciudadanos que en los votantes. Sin salir de la Constitución, podrían haber aprovechado para reformar el artículo 57, pues dudo que nadie rechace equiparar al hombre y a la mujer en la sucesión a la Corona. O para modificar el diseño del Senado, que ni por asomo es la cámara de representación territorial de la que habla el artículo 69. También el Título VIII necesitaría adaptarse a la realidad, como ya pidió en su día el propio Manuel Fraga. De paso, podrían plantearse hacer una ley de educación que sea medianamente buena, ajena a las siglas de tirios o troyanos. No nos vanagloriemos con nuestros resultados en el Informe PISA, que bien sé el nivel medio con el que nos llegan los estudiantes a la Universidad.
La política seria se labra con actitud constructiva; sólo así seremos capaces de renovar el CGPJ o de atajar una crisis medioambiental al margen de intereses electorales. El teléfono se inventó para acortar las distancias, pero demasiados creen que el registro oficial y el papel timbrado son los únicos elementos válidos para resolver los problemas. Por eso, me alegro de que –ya, en clave local– el próximo domingo, a las doce, todos los partidos se sumen a la concentración que se celebrará en la Plaza Mayor de nuestra capital por la mejora de las conexiones ferroviarias. Hace ya más de un siglo, mi abuelo luchó mucho por ello. Nadie debe faltar, pero nadie debe arrimar el ascua a su pitanza, porque esta sardina es de todos.
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