Como aquel triste viernes, primer día de 1937, parece que vuelven a secuestrar a Unamuno. Entonces fue su cuerpo yerto, saliendo de su última morada de la calle Bordadores a hombros de cuatro falangistas de postín. Tan sorpresiva fue la partida del féretro camino del cementerio, que Miguelín creyó que esos señores con los que su abuelo tuvo semanas atrás un duro cruce de palabras en el Paraninfo lo iban a arrojar al Tormes. Hoy son otros –y no pocos– los que patrimonializan el espíritu de don Miguel, haciéndole decir, diciendo lo que hacía.
Publicidad
Desde hace algún tiempo, Unamuno parece estar de moda. No me refiero al autor, sino al personaje, cuyo mito popular crece en proporción a sus contradicciones. Citarlo es una apuesta segura: igual vale para reclamar los papeles del Archivo de la calle Gibraltar que como chasis del discurso de aquel político colombiano al que hace casi dos años le pintaron un vítor en el Viejo Estudio sin ser doctor. Durante décadas simbolizó la languideciente fuerza de la razón frente a la falsa razón de la fuerza, y aún hoy muchos se aferran a la versión de Luis Portillo, aceptada sin reservas por Amenábar en su película Mientras dure la guerra. El Rector Rivero hizo de Unamuno un icono de su campaña electoral y no anunció su inexplicada dimisión hasta la mañana siguiente a investirlo doctor honoris causa a título póstumo. La última felicitación institucional navideña de la Universidad de Salamanca, con algunas imprecisiones, también invocó a Unamuno. Mucho se publica en torno a su figura y obra; también sobre su muerte y el papel de Bartolomé Aragón –testigo o asesino, según versiones–, tiñendo la polémica de una pátina de cientifismo un tanto desangelado.
Me pregunto si recrearse en el pasado no es una forma de ignorar el presente. Como en otros tiempos, los hunos y los hotros se disputan a Unamuno. Dudo que a don Miguel le agradara este sobrevenido interés por su figura, cargado, desde mi modesto punto de vista, de un cierto sensacionalismo.
Aquella última tarde de 1936, Miguel de Unamuno murió de asco, que es algo que un forense jamás podrá certificar. Sentado junto al brasero, acompañado por alguien cuyo papel en los hechos me trae sin cuidado, dio fin al tránsito del sentimiento al resentimiento trágico de su vida, deshecho del duro bregar. Por el camino sufrió que lo usaran los poderosos y lo abandonaran casi todos. Para sobrevivir, no parece aconsejable tener criterio propio. Lo de la dignidad es harina de otro costal.
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.