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Desde hace más de un cuarto de siglo, España no ha creado ninguna universidad pública. Sin embargo, el número de instituciones privadas surgidas en los últimos años no ha hecho sino crecer: de las existentes, más de la mitad proceden de ese mismo periodo. Cuando los proyectos que están pendientes de aprobación se completen, habrá más universidades privadas que públicas.

Las iniciativas educativas, públicas o privadas, deberían servir al interés social. Sin embargo, los hechos demuestran que no siempre es así. La actuación de muchos de esos nuevos centros, disfrazados de selecta excelencia, responde prioritariamente a otros intereses. Poderosos fondos internacionales invierten en este mercado, contratando a legiones de jóvenes profesores que no encontraron un hueco en las universidades públicas en las que se formaron, y a los que les someten a interminables jornadas que no conceden tiempo para investigar, ni medios para hacerlo. Sólo las instituciones que realmente enseñen y produzcan conocimiento merecerían llamarse universidades, no aquellas cuya principal ocupación consista en vender títulos a clientes dispuestos a pagar precios exorbitantes. Nada justifica que muchas comunidades autónomas aprueben la creación de proyectos de baja calidad desautorizados por los órganos consultivos, pero se hace.

Frente a esta situación, cabe preguntarse qué hacen –o pueden hacer– las universidades públicas. Lo primero es tan triste como real: administrar miseria. En concreto, la escasez de recursos de la Universidad de Salamanca la encadena a eternos planes de austeridad que condenan a nuestra institución a la precariedad más absoluta. De la historia no se vive, ni permite competir con el capital privado subvencionado. Tal vez sea el momento de hablar con la Junta de su deuda histórica.

¿Qué más podría hacer la Universidad de Salamanca? Si queremos contar con medios para cumplir con nuestros fines, habrá que ofrecer más titulaciones, multiplicar el número de cátedras extraordinarias y convenios, vender formación permanente orientada a determinados colectivos y, en definitiva, adoptar cuantas medidas permitan la captación de fondos. Resumiendo, tendríamos que jugar a las universidades privadas. Creo que en eso estamos desde hace tiempo. Con todo, invitaría a ponderar seriamente el peligro de que lo público quede a merced de intereses particulares. Los criterios de empresa no son siempre aplicables a las instituciones. Nos dedicamos a cosas diferentes, y eso debería tenerlo presente el Gobierno regional.

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