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Con pocas esperanzas, el pasado sábado llamé a Javier, mi peluquero uruguayo que lleva más años en España que en su país natal, para tratar de conseguir cita. Hubo suerte. Nadie me corta el pelo como él, ni me informa –siempre con espartana discreción– de lo que acontece en la ciudad. Antes me dejaba caer sin previo aviso por su local para ver si podría atenderme, pero la pandemia nos dejó herencias como ésta. Las hay peores.
Sol radiante, temperatura perfecta. Olor a tilo. Bajando por la cuesta de Moneo, junto a la Purísima, me tropecé con una legión de guapísimos engalanados. No era una boda porque no había novio, y la presunta aspirante a cónyuge tenía menos de diez años. Organdí con cenefas bordadas. Cuando aquel antediluviano día del Carmen hice mi primera comunión, mis padres me pusieron en la cola de la misa de nueve en los Carmelitas Descalzos de la calle Zamora y lo celebramos con un helado en la terraza del Toscano junto a dos amigos de la familia. Estrené un pantaloncito corto muy mono de color blanco y un polo del mismo color, con un tiburón bordado a modo de cocodrilo, que me compraron en Palenma.
Aún no había llegado a la barbería cuando, tras esquivar un patinete asesino, coincidí con otro evento que tenía pinta de haber comenzado unas cuantas horas antes. Una cuadrilla de amigotes uniformados con idéntica camiseta, tocados con diademas genitales, humillaban por la calle del Prior a un pobre soltero terminal que aparentaba resignarse al tormento. Forasteros, seguro, pues viene siendo costumbre organizar estas bataholas en tierra extraña con la vana intención de preservar la dignidad de los partícipes. Quienes entonces fueron testigos recordarán que tuvieron que engañarme para cenar en un restaurante portugués y que, tras el bacalhau, no tomamos más que una maléfica copa en el transcurso de la cual –como ya está prescrito, lo cuento– me convencieron de que me presentara a decano de mi Facultad. Tal vez hable de eso otro día. De eso y de mi generación, la llamada a construir una nueva Universidad, pero que se limitó a dejarla más guay.
Finalmente, me motilé el pelo, que dicen en Colombia; demasiado, según me aseguraron luego. Javier se resistía, pero yo lo obligué. De vuelta, me hice mi tradicional selfie sobre el Palacio de Monterrey, dando fe ante terceros de mi fechoría. Hay que llegar a San Juan bien esquilado. Cuando este aburrido ciudadano emprendió la vuelta a casa ya se habían desmontado las atracciones del parque temático.
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