Como la mayoría de los que poblamos esta piel de toro, fui criado en el marco de una cultura cristiana de la que me enorgullezco. Con ello no me refiero a los ritos, a la cáscara que cubre a las creencias, sino a unos principios de los que participo y que, según entiendo, forman la base de una civilización que debería abominar del dogma y la intransigencia. Desde pequeño me inculcaron el deber de amar al prójimo como a uno mismo y cada día estoy más seguro de que el egoísmo y la incapacidad de ponerse en el lugar del otro es el origen de todos los problemas de este mundo. Será pecado hacer lo contrario, pero mi opinión de hoy no trata sobre eso.

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No puedo –ni debo– escribir sobre religión. Nada es tan sagrado, ni merece más respeto, que la forma a través de la cual cada persona se relaciona con su dios. Sin embargo, creo que a nadie falto si razono sobre la coherencia de los discursos. Si la luz constituye el arquetipo simbólico de todas las creencias, si es la sustancia de la que está hecha la trascendencia, me gustaría que se reflejara más en las procesiones que recorren nuestras calles. Sólo la tradición justifica que la Semana Santa rinda culto a la mortificación, que tanto intimiden el tambor o las cadenas, o que los novios de la muerte –por ejemplo– trasladen una talla del Crucificado y la guarden armados con fusiles automáticos. No sé qué tiene que ver el himno nacional o la bandera con una conmemoración religiosa si, como dice la doctrina, todos somos hijos del Altísimo. Tampoco sé por qué el Gobierno indulta cada año a unos cuantos penados a instancia de las cofradías, que parecen jugar a ser intercesoras del divino perdón. De veras que lo siento, pero no me encajan las piezas del rompecabezas.

Por eso, sentiría que algunos me muestren con el dedo o me miren mal, como cantó Brassens. Mis razones convencerán más a unos que a otros. Poco tiene todo esto que ver con ningún dios, sino con esa cáscara a la que me refería al comienzo de estas líneas; con esa mezcla de liturgia y paganismo tan bien trenzada. En suma, con esa España celtibérica, tan rica como contradictoria, que convierte el drama en espectáculo y la tragedia en atracción turística de interés internacional, aún bajo el chaparrón. Nuestros campos agradecen el agua que está cayendo esta semana, aunque las nubes y el viento bien podrían haber esperado a que pasaran unos cuantos días. Sin duda, nunca llueve a gusto de todos.

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