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Evito reiterarme. Que el lector me dedique su tiempo constituye un honor, pero también una responsabilidad. No quiero que nadie piense que padezco alguna clase de neurosis obsesiva que me lleva a recrearme morbosamente sobre ciertos asuntos. Sin embargo, hoy reincido sobre algo tan corriente como es el día a día en nuestras aulas universitarias; al menos, en las que yo trabajo.
Con el nuevo siglo, el Plan Bolonia vino a renovar la enseñanza superior. De la formación estructurada en torno a la clase magistral se quiso pasar a un nuevo modelo que girara en torno al estudiante y a sus necesidades reales. Los planes que actualmente se imparten fueron creados con esa idea y superaron los estrictos controles de los hombres y mujeres de negro. Periódicamente, el modelo pasa la revisión –se renueva la acreditación, en términos oficiales– y se le otorga permiso para seguir rodando. A veces, los custodios nos tiran un poco de las orejas, pero no sé muy bien si lo hacen para que se mantenga la calidad del sistema o para justificar su propia existencia.
Frente a esta enésima manifestación del cumplimiento puramente formal de la calidad –en la universidad y en tantos otros sectores: salud, justicia, etc.– la realidad, seamos sinceros, es muy distinta. Los modos y maneras de Bolonia son inviables en nuestros días; al menos, en aulas tan superpobladas como las que yo frecuento. ¿Qué prácticas se pueden impartir a grupos con más de ciento treinta alumnos? ¿Hay tiempo para atenderlos en las tutorías? ¿Para qué tanto doble grado, si no se crean grupos propios para esos estudiantes, obligándolos a agregarse a los comunes? ¿Cómo se aplica tanta bienintencionada innovación docente? Faltan medios y el algoritmo exige resultados. Seamos sinceros: vendemos una moto que no existe, aunque nuestros diplomas valgan en toda Europa. Mientras tanto, seguimos creando titulaciones, muchas de cuestionable interés. Más madera para lograr el favor de las autoridades en la próxima derrama de plazas, como hámsteres corriendo en su rueda hasta que se caiga; y todo para que una inteligencia artificial nos supla en pocos años, como algunos dicen.
También habrá que investigar, porque la creación de conocimiento diferencia a una verdadera universidad de una simple academia, pero eso merece comentario aparte; hoy sólo tengo espacio para la docencia. El fin de curso asoma las orejas. Mis baterías acusan el efecto memoria, pero aún funcionan. Casi, casi,... nos vemos en los exámenes.
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