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Me cuesta mucho desperezarme por las mañanas, pero la idea de desayunar viendo en la televisión pública los espacios gratuitos de propaganda electoral me anima a iniciar el día con alegría. Más, en el caso de las elecciones de este domingo. Aún más, en Castilla y León, donde el adelanto del pasado año nos ha llevado a unos comicios sólo locales, con candidatos locales.
Las últimas semanas, la campaña perpetua en que vivimos se ha acelerado. Lástima que tanto esfuerzo no se centre sobre los asuntos que ahora realmente interesan. Está bien recordar que en el pasado sufrimos la garra criminal del terrorismo, para que no se repita jamás; también es bueno tomar conciencia sobre la discriminación del tipo que sea, para que no se perpetúe. Pero hacer ahora campaña de todo eso pensando en la Moncloa –para asaltarla o para atrincherarse en ella– me parece una grosería y, sobre todo, un insulto a la inteligencia del votante.
Todos tenemos derecho al voto. Por eso es necesario que cada elector sea responsable de su opción, con independencia de cuál sea. Igual suma la papeleta de quien medita su decisión que la de quien se deja llevar por cantos de sirena. La primera obligación de un político debería ser el fomento de una cultura que transforme al cliente en votante responsable. Sé que eso es incompatible con la política fast food de nuestros días, instantánea y de ínfimo valor nutricional, que de todo pretende sacar rédito traduciéndolo a términos partidistas; pero no me resigno. Sigo siendo un chaval.
La democracia exige ciudadanos críticos. No hay democracia sin educación, sin conocimiento, sin reflexión; sin elementos de juicio que nos permitan apreciar que el racismo –por ejemplo– no sólo es inhumano, sino una soberana estupidez, pero eso es algo que debería arraigar en nuestra placa madre. Queda camino por recorrer y mucho hooligan por desbravar. Apenas existe inquietud por el hecho de que en estos comicios apenas se debata sobre asuntos municipales. Eso me preocupa aún más que cuatro sinvergüenzas, con nombres y apellidos, carne de penal, sisen unos cientos de votos a los pobres carteros o paguen unos euros a un puñado de electores unicelulares –en muchos casos, necesitados– para que depositen en la urna no sé qué papeleta.
Al final, nos compran con promesas que no siempre se cumplen y, en demasiadas ocasiones, son engañosas. Hoy, viernes, cierre de campaña oficial, volveré a desayunar en compañía de unos mensajeros portadores de un discurso más hueco que una canción de Xuxa. «Es la hora, es la hora,… es la hora de votar…»
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