El inicio del milenio nos puso en la senda del Plan Bolonia. Las esperanzas depositadas en este proceso fueron muchas. En el terreno de la docencia, el nuevo modelo exigía dejar atrás aquellas aulas con cientos de alumnos porque la evaluación continua y la enseñanza práctica deberían primar sobre la tradicional lección magistral. Sobre esa base, se construyeron los nuevos planes de estudio que actualmente se imparten. Así se refleja en nuestras pretenciosas guías académicas.
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Sin embargo —hablo desde mi experiencia; me refiero a mi entorno y no expreso más que mi opinión—, la realidad es muy distinta. Nos encomiendan grupos de hasta un centenar y medio de estudiantes, procedentes de varias dobles titulaciones, a los que jamás podremos atender como se espera de nosotros; al menos, conforme a las nuevas pautas establecidas. Como el soldado Gila, que recibió los cañones sin agujero y los disparaba con la bala por fuera. Que no nos extrañen el absentismo, la compra de apuntes, el recurso a la inteligencia artificial, la proliferación de ejercicios sobre los que es imposible hacer el seguimiento que merecen y, al final, la progresiva desmotivación de todos.
Hubo un tiempo en el que los universitarios proclamábamos en público las cosas relevantes y reservábamos las conversaciones privadas para los asuntos intrascendentes. Sinceramente, creo que hoy ocurre lo contrario: reservamos el foro para lo políticamente correcto y comentamos en la cafetería de la facultad lo que de verdad importa. Creo que todo esto merece un poco de reflexión. No nos empeñemos en crecer a toda costa. Deben darse las condiciones para que podamos desempeñar nuestra tarea más allá de cumplimiento formal de unas memorias de verificación. Relativicemos las encuestas y desconfiemos de los controles aparentes que son descerrajados por el arte de la burocracia. Quien hizo la ley, hizo la trampa.
La enseñanza de calidad es un objetivo fundamental de la universidad, pero el sistema y sus circunstancias han degradado a la docencia a la condición de «hermana pobre». Apenas es apreciada en esos rankings internacionales en los que ansiamos situarnos. Por mucha innovación docente que apliquemos, los profesores apenas alcanzamos realmente a ser meros proveedores formales de contenidos. Eso me preocupa: nuestros alevines de jurista —vuelvo a hablar de mi experiencia— estarán dictando sentencias antes de que nos demos cuenta. Si la universidad fuese una fábrica de coches, corremos el riesgo de que una buena parte de ellos salgan sin ruedas al mercado.
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