Los ciudadanos opinamos con demasiada alegría sobre ciertos conceptos. Eso es, precisamente, lo que pretenden esos apóstoles del maniqueísmo a lo que tanto les gusta confundirnos. En España, uno de esos campos de batalla hoy lo constituye el debate sobre la acción popular. Nuestras leyes prevén que cualquier ciudadano pueda promover la persecución de un delito, aún en el caso de que no haya sido víctima del mismo. Se trata de una auténtica rareza: nuestro país es el único en Europa que contempla la acción popular, pero está expresamente prevista en la Constitución; no cabe cuestionarse su existencia. Desde hace casi siglo y medio –su vigente regulación procede de los tiempos de Sagasta–, fue concebida como un remedio contra las deliberadas dejaciones de la fiscalía.

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La acción popular viene siendo manoseada desde hace décadas . Lo que ocurre es que esa instrumentalización duele a quienes gobiernan en cada momento. A las informaciones y opiniones del presente me remito, pero no olvidemos que hace nueve años, gobernando la derecha, Rafael Hernando defendía la necesidad de acabar con «la perversa y espuria utilización de la figura penal de la acusación popular con fines exclusivamente políticos». Dicho de otro modo: la acción popular no es mala, sino el uso torticero que se haga de ella.

La acción popular nos hace falta; al menos, mientras la fiscalía mantenga una estructura cuasimilitar, dependiente en última instancia del poder político de cada momento. La anunciada reforma del proceso penal, que encargaría al ministerio público la dirección de la investigación en perjuicio de los jueces de instrucción, refuerza esta exigencia. El CGPJ lo ha dicho bien claro en su informe al anteproyecto de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal: «Sólo puede ponerse en marcha si con carácter previo se aborda una ambiciosa reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que enfatice y fortalezca la garantía institucional de la independencia del Ministerio público».

Sin embargo, si queremos que la justicia funcione, también creo que nunca ha sido tan necesaria su reforma. La sociedad de la desinformación convierte la instrucción de las causas penales en un espectáculo de masas en manos de los partidos, aunque la ley ordene –¡qué paradoja!– que las diligencias sean reservadas y no tengan carácter público hasta que se celebre el juicio. Ante esta situación, urgen cambios serenos, respetuosos de las garantías esenciales, que no estén pensados para beneficiar a unos o a otros, sino a todos.

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