Cuando alguien habla de los altos cuerpos de la Administración y cita a «La Carrera» se está refiriendo a La Carrera Diplomática, no a los Abogados del Estado, ni a los Inspectores de Hacienda, a los que desde un bufete del Reino Unido han calificado en varios anuncios en periódicos como el Financial Times de vulgares carteristas, ni a los Técnicos Comerciales del Estado, ni a los miembros de la carrera judicial ni a los fiscales, ni a los notarios o registradores de la propiedad. Mal que pese a los componentes de todos ellos, hasta ahora la única que no necesitaba apellidos era la diplomática, «La Carrera» por excelencia, tan de actualidad en estos días por las hazañas del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, «diplo» también, a la par que compañero en andanzas con los aviones y las gafas del marido de Begoña.
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Los «diplos», con carácter general, no son precisamente audaces y valientes, salvo contadas excepciones. Llevan en su ADN la tranquilidad, las buenas formas y maneras, vamos lo que se llama la diplomacia. Pero su paciencia también tiene un límite y Albares la está poniendo a prueba. Los miembros de «La Carrera» están muy revueltos y han salido a protestar por el sectarismo y los nombramientos, favoreciendo a su camarilla, por supuesto, del ministro. Dicen que está en juego la imagen de España y que así no se puede trabajar. Bueno, pues bienvenidos al mundo de los otros cuerpos prestigiosos, pero más de a pie, que también sufren los embates de este Gobierno. Los «diplos» se llevan su correspondiente baño de realidad, están bajando de las nubes y pisando el suelo.
Ese suelo que pisan un día sí y otro también los habitantes del mundo rural, que han celebrado las fiestas de principios de febrero con Las Candelas, San Blas y Santa Águeda como estandarte. Esos «ruralitas», como nos calificó años atrás uno de esos «diplos», tienen muchos problemas, pero uno de ellos está relacionado con la burocracia y la administración. No es la primera vez que lo escribo, ni tampoco será la última, mucho me temo. Se trata de la necesidad de poner al día todos los papeles del mundo rural. Lo explico con un ejemplo: es frecuente que en un pueblo todo el mundo sepa que tal parcela o casa es propiedad de una persona en concreto; sin embargo, esta última no tiene los papeles porque procede de su familia desde hace generaciones. Es necesario conceder una «amnistía» o un periodo de regularización administrativa para todas esas propiedades, antes de que los habitantes de más edad de nuestros pueblos, que dan fe de que esa propiedad ha sido siempre de la familia en cuestión, se vayan muriendo, para evitar encontrarnos en un futuro más próximo que lejano con fincas urbanas o rústicas que no tienen dueño conocido. Parece un problema menor, pero no lo es.
Las peleas de los «diplos» están muy bien, pero lo último, lo de los papeles del mundo rural, también y es la vida más real.
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