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LA TRASTIENDA

De carracas y torrijas

La noche del Viernes Santo solía terminar con unos cuantos llevando a sus casas a los más perjudicados

Viernes, 29 de marzo 2024, 05:30

Escribo esta columna en la tarde del Jueves Santo, jornada en la que la Iglesia Católica celebra «el día del amor fraterno», por lo que hoy me abstendré y ayunaré (términos muy propios del Viernes Santo) de formular críticas por aquello de practicar la caridad cristiana. Y justo el Jueves Santo por la tarde enmudecían las campanas y comenzaban a sonar por las calles de mi pueblo las carracas, convocando a los fieles a los actos religiosos centrales de la Semana Santa. Lo he recordado ayer, mientras leía la información publicada en LA GACETA sobre este instrumento y la iniciativa que han puesto en marcha en Santiago de la Puebla. Cuenta Jorge Holguera que, gracias a la Asociación Sociocultural Ermita de San Blas, a mediodía de hoy sonarán por las calles de la localidad una treintena de carracas o matracas que, en unos casos se han recuperado del abandono y en otros son de construcción reciente. Sea por lo que sea, la realidad es que este acto contribuirá así a que no se pierdan las tradiciones.

Desconozco que habrá sido de las carracas o matracas que los monaguillos utilizábamos durante mi infancia. Con ellas recorríamos las calles de mi pueblo para anunciar la Hora Santa el Jueves por la noche, el Viacrucis de primera hora de la mañana del Viernes Santo, el sermón posterior o los oficios de la tarde, hasta llegar a la procesión del Santo Entierro y la Virgen de la Soledad, ya entre dos luces. Con los bares cerrados a cal y canto y con el único canal de televisión que entonces existía retransmitiendo procesiones o las películas clásicas de estos días, los momentos de asueto pasaban por los juegos tradicionales, como el de pelota o la calva, y el reparto de «limonada» a cargo del Ayuntamiento tras la procesión del Santo Entierro. Dependiendo del encargado de elaborar esta sangría, y según hubiese cargado más o menos de vino y de alcohol, los estragos que podía causar eran muy variables, lo mismo que el número de «torrijas».

Y, cuando escribo «torrijas» no me refiero precisamente a este dulce tan típico de la Semana Santa consistente en una «rebanada de pan empapada en leche o vino y rebozada con huevo, frita y endulzada», que es la primera acepción que proporciona el diccionario de la RAE de esta palabra. Mas bien recojo la segunda que reza así: «borrachera, embriaguez, trompa, moña, mona, cogorza, melopea, merluza, curda, castaña, cohete, bomba, peludo y cura». Porque la noche del Viernes Santo, día en el que, insisto, los bares estaban cerrados, solía terminar con unos cuantos, los que iban menos bebidos, llevando a sus casas a los más perjudicados, para que durmiesen la «mona». Ante la recriminación de los padres, generalmente las madres, recuerdo el argumento que daba un amigo a la suya tartamudeando: «la culpa es tuya y del cura, decía, porque como es día de ayuno y llevo sin comer desde las cuatro de la tarde, tengo el estómago vacío y me ha sentado muy mal». Acto seguido caía desplomado sobre la cama.

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