Resulta que varios sabios de la geopolítica auguran un ataque de Rusia a uno de los países de la OTAN. Ocurrirá cuando a Putin se le fundan las pocas luces que aún le quedan dentro de ese plafón que tiene por cara. O sea que tarde o temprano nos veremos envueltos en una de esas guerras galácticas que hemos visto en las películas de George Lucas. Las predicciones se fundamentan en los discursos de Putin contra Occidente y, sobre todo, en la acelerada y masiva fabricación de armas convencionales. Adviértase que, como autores intelectuales del atentado islamista, ha señalado a Inglaterra y a los Estados Unidos. Posiblemente, para predisponer al pueblo ruso en su favor cuando se decida a comer de la fruta prohibida.
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Naturalmente, Estonia, Lituania y Eslovenia son los tres países candidatos a la primera oleada de la furia soviética. Si bien polacos y rumanos ya han empezado a desempolvar el frac para asistir a la nueva representación de «Una vida por el zar», ópera que compuso el ruso Mijail Glinka y que tanto le gustaba a Nicolás II y a su cocinero, abuelo de Vladimir. Sí, sí Vladimir Putin, un tipo que jamás se divirtió tanto como cuando se iba de cacería a la orilla del muro de Berlín, abatiendo a todo aquel que se atreviera a practicar el salto con pértiga. Claro que ese mismo francotirador ahora disfruta aún más cuando decide borrar de la foto, en imitación al padrecito Stalin, a todo aquel que osa disputarle la corona zarista, aunque sea en una votación democrática, como el pobre Navalny.
Decía Churchill que «Rusia es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma». Sin embargo, tengo la impresión de que a los rusos hace tiempo que se les ve el plumero zarista. Talleyrand, por ejemplo, conocía a la perfección las ansias imperialistas de Alejandro III, y, en el Congreso de Viena, convenció a los aliados para que rodearan su imperio con un cinturón de naciones. Las mismas que Stalin se apropió años después en el tratado de Yalta.
España sólo ha mantenido relaciones íntimas con Rusia durante la guerra civil de 1936, cuando amablemente nos enviaron una buena colección de asesinos. Anteriormente, sólo se recuerda una delegación que el zar Fedor II envió a Madrid para hacer negocios con Mariana de Austria, la reina regente. El plenipotenciario ruso fue nada menos que el diplomático Potemkin, con cuyo nombre se bautizó el acorazado que, a cañonazo limpio, dio la señal a los bolcheviques para que comenzaran su kermesse heroica. Como curiosidad les diré que hay un retrato de este señor, pintado por Juan Carreño, en el museo del Prado.
En devolución de visita, no sería mala idea que Albares, el hombre que camina empinado, mandara una embajada a Moscú para negociar con el nuevo zar. Me refiero a un plenipotenciario que ajuste las comisiones por la compra de las máscaras antiplutónicas, las mismas que los rusos desearán vendernos cuando empiecen a estallar las bombas de Oppenheimer.
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No obstante, Albares, para tal industria, debería habilitar a doña Begoña Gómez de Sánchez, marquesa de Globalia, a don Víctor de Aldama, duque de Armengol y a don Koldo García, conde de Ávalos, no en vano los tres acumulan gran experiencia en el protocolo de sínodos y misiones comerciales, al menos según la Guardia Civil.
Lógicamente, como considero que la idea es de mi propiedad, no admitiré menos del cincuenta por ciento de comisión, así las máscaras estén defectuosas o en perfecto estado de revista. Lo siento, pero ya se sabe que la política es el negocio más sucio y barriobajero del mundo. De ahí que los socialistas se muevan en su seno como forajidos en la serranía de Ronda. Genéticamente, son como cuatreros en perpetua evolución zoológica. Por cierto, ¿para cuándo las «Memorias de Emiliano»? La excepción de la regla.
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