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Sinvergüenzas y traidores han existido unos cuantos en la historia de España. Las razones de sus crímenes, obviamente, han sido la maldad y el interés personal. Recuerden, por ejemplo, a los tres de Castilla. No me refiero, claro, al trío musical que cantaba aquello de «La luna se llama Lola», sino a los traidores que atendían por Audax, Ditalco y Minuro, sobornados por Quinto Servilio Cepio para que mataran a Viriato, el caudillo hispano que mantenía a raya a las legiones romanas. Sin embargo, Roma no pagó a los traidores.
Otro traidor famoso es el conde don Julián, aquel hijo de su madre que ayudó a cruzar el estrecho a las tropas capitaneadas por el moro Tariq ibn Ziyad, que vencieron al ejército visigodo de don Rodrigo en la batalla de Guadalete.
Curiosamente, la traición del conde aún se repite a cuenta de esos degenerados que facilitan la invasión diaria de miles de almohades, almorávides y otros benimerines.
Recuerden el empecinamiento del escritor, Juan Goytisolo, fanatizado con la causa islamista, que al publicar aquel libro, «Reivindicación del conde don Julián», cruzó todos los límites racionales de la imbecilidad. No obstante, al señor Goytisolo, por su novela «Señas de identidad», le debo mi devoción al «Albariño de Fefiñanes», uno de los vinos blancos más ricos de la España cristiana.
El dúo Calatrava de la traición lo componen nada menos que un padre y un hijo. Una vergüenza histórica para los miembros de su dinastía. Me refiero, como habrán adivinado, a Carlos IV y Fernando VII, que fueron engañados y humillados por Napoleón, permitiendo, por culpa de su cobardía, que José Bonaparte ocupara el trono durante más de cinco años. Nos cuenta el príncipe de Talleyrand en sus memorias que Fernando VII, alojado en Valencay, felicitaba a Napoleón por sus victorias en España.
De la traición de don Práxedes Mateo Sagasta hemos hablado hace unas semanas en este mismo espacio. El muy sinvergüenza, siendo presidente del Gobierno, fue sobornado por los Estados Unidos para que nuestra flota se dejara vencer en aguas del Caribe. Así se perdió Cuba y no como cuenta la historia oficial.
Otro par de indeseables lo componen dos socialistas: Francisco Largo Caballero y Juan Negrín, quienes suplicaron a Stalin, en una carta ignominiosa, que se llevara a Rusia el oro del Banco de España. Aproximadamente, unos veintiún mil millones de euros al cambio actual.
Negrín, simpatizante comunista hábilmente manipulado, murió arrepentido de haber negociado con los soviéticos, tan ladrones como los socialistas españoles de todas las épocas. Ni se sabe la cantidad de monedas y lingotes de oro que se llevaron a México.
Naturalmente, no podemos olvidarnos del gran traidor de nuestro tiempo: el presidente Sánchez, un muchacho que, por falta de luces, desconoce la idiosincrasia de los españoles, un pueblo que lleva en sus genes un instinto especial para saber cuándo se le toma el pelo. Eso sí, un instinto que, a medida que asume las falsedades de la propaganda socialista, comienza a mermar peligrosamente.
Me refiero a esos millones que lo votan como si fuera Julio César a su regreso de las Galias. Es cierto que siempre ha habido un tonto en cada pueblo, pero esto de ahora es como un gran manicomio nacional. ¿Quién puede votar a un tipo que miente más que alienta y con un descaro más propio de un fanático que de una persona en su sano juicio?
Señores, sabemos que la mentira es una de las bellas artes, pero Sánchez es toda una vergüenza para la dignidad artística de cualquier mentiroso.
De modo que no hay explicación posible a que todo un Comité Federal, puesto en pie, aplauda a un listillo que no le importa dinamitar por siete votos el orden jurídico de una nación milenaria. Por Dios, don Felipe, llámeme a filas.
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