Ahora resulta que, después de aficionarme a las novelas de espías, llega Donald Trump, un jamaicano descolorido, y, como si tal cosa, se pasa al enemigo ruso con un baúl repleto de cadáveres ucranianos. Toda la vida sentado en el gallinero de un cine a la espera de que el Séptimo de Caballería se presentara al galope para salvar la vida de la jai, y luego llega John Wayne y la entrega a los de la KGB a cambio de un puñado de tierras raras.

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Lo cierto es que la vida ha cambiado demasiado para que uno entienda lo que se cuece sin un cursillo previo. Algunos me dicen que se va a establecer un nuevo orden mundial. Es decir, que el mundo se lo van a repartir, como buenos hermanos, entre los americanos, los rusos y los chinos. No creo que a los españoles nos toque en esa tómbola ni siquiera la isla Perejil, que tanto sacrificio costó su recuperación. ¡Al alba!

Antiguamente, es decir, hace unos meses, lo reglamentario y lo más decente era traicionar a la patria por un puñado de dólares. Todos lo entendíamos y lo blanqueábamos después con el agua clara de las urnas y el himno nacional. Sin ir más lejos, ahí tienen ustedes a toda esa patulea de facinerosos que rodea al presidente, la cual ha levantado un imperio gracias al negocio de las mascarillas y los hidrocarburos de no se sabe dónde. O sea, otro más de los contubernios que vienen organizándose en España desde que Juan Guerra tomaba sus cafelitos por bajo de la Giralda.

Sin embargo, aunque uno quede como un analfabeto geológico, toda esa vaina de las tierras raras se me hace de muy difícil entendimiento. Llevo unos días mirando el suelo por ver si le descubro alguna rareza y, salvo un par de boñigas nada ecológicas, la verdad es que todo me parece una vulgaridad. Me pregunto, pues, cómo se atreve ese albañil jamaicano, presidente de los Estados Unidos, a traicionar la memoria de sus antepasados europeos, escoceses y alemanes, por un celemín de tierra que no sirve ni para sembrar alcauciles y borrajas. Ya nos lo advirtió don Francisco de Quevedo: «Ni perro ni gato de aquella color».

Claro que no es la primera vez que rusos y americanos luchan juntos en una guerra. En España, por ejemplo, la brigada Lincoln realizó un buen trabajo, aunque no suficiente, a las órdenes de los generales de Stalin. Según ellos, vinieron a luchar contra el fascismo. Lo curioso es que ahora son los jodidos gringos quienes levantan el brazo al estilo mussoliniano. Y si antes nos preocupábamos al ver a un tipo de negro con el brazo en alto, ahora nos tronchamos de risa al contemplar el vodevil de esos imbéciles jugando a ser de la Gestapo, como cuando el príncipe Harry se disfrazó de Goebbels y le cayó la mundial. Personalmente, con el idiota que lloro de risa, mucho más que con el borrachín, es con el retrasado de Elon Musk, que parece un loco fugado del manicomio provincial de Cleveland.

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Una pena que Talleyrand lleve muerto la friolera de dos siglos. De ahí que hayamos tenido que enviar a Washington al presidente francés, a quien le va la marcha y le priva todo ese carnaval de ir de visita a las cortes más frivolités del Grand Tour. Recuerden que el guripa de la KGB lo recibió, para castigarlo, en aquella mesa que de largo parecía la carretera entre Boston y California.

En fin, espero que Macron se haya llevado a esa señora rubia que siempre va con él. Para mí que es la madre, ya que las madres sirven de gran inspiración a los hijos. Supongo que con Trump hablará de las tierras raras, pero ya se sabe que los franceses enseguida se pierden con el tema de las mujeres, que en su mayoría son tan raras como esas tierras ucranianas. A ver si vuelve pronto y nos cuenta, al menos, algo de las habilidades de esa tal Daniels, la loba de Trump. Porque de los aranceles, no creo que traiga razón.

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