A un tipo que se carcajea en la tribuna del Congreso habría que encerrarlo en un manicomio. Creo que así lo escribió Henri Bergson en su libro sobre la risa. Han existido grandes oradores en el ámbito de la política, desde Demóstenes y Cicerón hasta Yolanda Díaz, doña Urraca, a cuyo discurso sólo le faltaron un par de violines y una canción de Karina.
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Sin embargo, don Pedro Sánchez, con su carcajeo de psicópata, se reveló como el orador más vanguardista en el arte de la oratoria. Aquellas carcajadas dedicadas aparentemente al pobre Feijóo, que lo miraba estupefacto entre la incredulidad y el abatimiento, acabaron de un plumazo con el clasicismo de los mejores parlamentarios, cuyo arte nos viene desde los griegos. A don Pedro Sánchez se le podría considerar, pues, como el gran genio innovador en el arte de la oratoria. El rey debería permitir que de ahora en adelante se le llamara Pedro el Grande, si bien él preferiría que su nombre fuera Vladimir, como el del gran arquitecto de la Revolución Rusa.
Claro que ya entre los socialistas hubo otro guripa, Largo Caballero, que también trató de imitar al bolchevique, convirtiéndose en uno de los asesinos más prestigiosos y con más talento de la Segunda República. Por ejemplo, se quitó de en medio a José Calvo Sotelo con la maestría de un sabio. Primero asesinó al teniente Castillo, pistolero desde la cuna, cuya muerte sirvió de excusa para sacar a Calvo Sotelo de su casa en plena noche y pegarle dos tiros en la nuca.
Desde luego, el atentado que a poco siega la vida de Alejo Vidal Quadras nada tiene que ver, obviamente, con el de Calvo Sotelo. Dicen que han sido los iraníes y tal vez lo sean, pero eso de venirse en moto desde Teherán me parece, además de un viaje agotador, un poco extraño. Ya veremos qué nos dice la Guardia Civil, si es que no está demasiado atareada en entorpecer el flujo de «guasaps» entre los contribuyentes.
Otro orador que compite contra la excelencia de Pedro el Grande es el amigo Rufián, un rojo originario de Jaén y con cara de buldog. Un tipo que habla palabra a palabra, sílaba a sílaba, apoyándose de codos en la tribuna, como un macarra vigilando a su puta desde la barra de cualquier multinacional. Este borrico tiene la desfachatez de venirse a Madrid en plan chulo, cuando Madrid es la ciudad donde precisamente se inventó la chulería. No sé si el borrico sabrá bailar el chotis, pero estoy seguro de que lo aprendería rápidamente si de pareja tuviera a doña Isabel Ayuso, que esa sí que sabe de lo que va esta vaina.
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Supongo que ya sabrán ustedes cuál es la «fruta» que más le gusta a Rufián. Me da vergüenza decirlo, pero este antropoide más de una vez lo ha puesto ora mirando hacia Calella de Palafrugell ora hacia San Carlos de la Rápita. Al menos así lo dibujaron en un periódico francés. Para mí que por esta razón sonaron las carcajadas en el discurso de investidura. No es que el candidato se las dedicara a Feijóo, no señor, sino al mundo entero, anunciando, urbi et orbe, que de rodillas y a gatas uno puede alcanzar la cima del mundo. Igual que James Cagney en «Al rojo vivo», la gran película de Raoul Walsh.
Deberíamos reconocer el mérito infinito de Pedro el Grande, el nuevo Lenin español, ya que ha luchado por la ley de amnistía como un guerrillero del Grupo Wagner, es decir, ciscándose en los principios fundamentales de la democracia, la Constitución y en la inteligencia de once millones de españoles. Sin embargo, está claro que como político ha cavado su propia tumba. Igual que la cavaron sus antecesores republicanos cuando se colocaron por encima de la ley. Recuerden que todos ellos después corrieron como conejos asustados al oír la música marchosa del cornetín. Esperemos que no vuelva a sonar.
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