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Contemplo al presidente Sánchez disfrazado de barrendero lunar. Un disfraz que ha utilizado para visitar a los muertos de la Guerra Civil. No sé si este muchacho sabe que esos huesos pertenecieron a españoles de uno y otro bando, como así quisieron las autoridades de la época. El monumento en sí, la Cruz de los Caídos más su basílica, está religiosamente dedicado a los soldados caídos en esa maldita guerra. O sea que lo más prudente hubiera sido dejar en paz a sus moradores, cuya lista, con sus nombres y procedencia, la podemos encontrar en Internet. No es, por tanto, una fosa común, sino un cementerio cristiano.
Naturalmente, esa cruz gigantesca fue construida con el propósito de que se viera desde la distancia. Se trata del símbolo recordatorio de que a los españoles, de vez en cuando, nos gusta matarnos entre nosotros. Y ese debería ser el debate que ahora nos moviera. Es decir, encontrar la causa que nos impulsa a coger el fusil para matar al vecino del quinto. A tal cuestión hay muchos libros que analizan en profundidad los procesos que encendieron la mecha definitiva de la tragedia. Sin embargo, se podrían llenar páginas y páginas y, al final del esfuerzo, nadie estaría de acuerdo con nadie.
Sin embargo, hay un hecho que jamás se ha cuestionado por la enorme carga de obviedad que atesora. La guerra civil española, como todas las guerras, tuvo su origen en la insensata mezquindad de los políticos. Por ejemplo, las derechas ganaron limpiamente las elecciones de 1933, pero las izquierdas decidieron tomárselo como una afrenta personal y, al año siguiente, organizaron la kermesse heroica y revolucionaria de Octubre. Pero como el golpe de estado no les salió como pensaban, forzaron unas nuevas elecciones en febrero de 1936. Unas elecciones que se convirtieron, según los historiadores, en el mayor ejemplo de pucherazo que hayan contemplado los siglos. Como poco hasta la llegada al poder de Nicolás Maduro y Vladimir Putin, dos ejemplares de demócratas convencidos hartos de leer a Locke, Montesquieu y las «Cartas de Thomas Jefferson».
Ahora respiramos en España una atmósfera no prebélica, claro, pero terriblemente cargada de malos augurios por el comportamiento de los políticos. Por ejemplo, la visita de Pedro Sánchez, vestido de chico de la limpieza, al osario de Cuelgamuros, supone una provocación innecesaria para quienes consideramos a ese lugar tan sagrado como inviolable. Al parecer, los guripas encargados de las campañas electorales del joven limpiacristales están convencidos de que la Guerra Civil es un caladero de votos para las izquierdas en general y para su señorito en particular.
Pues bien, del mismo modo que en 1936 estuvieron seguros de que ganarían la guerra que provocaron, una visita al cementerio del Valle de los Caídos no le salvará de morder el polvo en las elecciones europeas. Es posible que debido a su política rastrera y traidora de ciscarse en la Constitución, les vaya más o menos bien en las catalanas y vascas, pero les aseguro que al Parlamento de Estrasburgo no vuelve ni la mitad de la caterva que ahora vegeta por aquellos lares alsacianos.
Para mí que antes veremos a Satán caer como el relámpago, igual que en la obra de René Girard, que ver al traidor coronarse «imperator» y brindar con una copa de «Crémant D´alsace» En mi opinión, esta lujuria «guerracivilista» que ahora vivimos, empezó a echar raíces aquel 11 de marzo de 2004, justo cuando Zapatero llegó a la Moncloa montado en los trenes de la muerte. Y como aquellos cadáveres los llevaron a la gloria, ahora piensan que los de la Guerra Civil los mantendrá en el poder hasta el infinito. Sin embargo, ellos ignoran que los infinitos nunca tienen finales felices. Como en Hollywood.
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