Siento verdadera debilidad por las mujeres fatales. Mi primer amor fue cinematográfico, como el de casi todos los niños de mi generación. El caso es que me enamoré perdidamente de Hedy Lamarr, una actriz vienesa de pelo negro y ojos tan rabiosamente azules como los del ángel azul. O sea que yo tendría tan sólo siete años cuando me di cuenta de lo irresistible que resulta la maldad femenina. Aquella tarde supe a ciencia cierta lo que era una «mujer fatal». Su mirada tranquila de hada madrina, pero diabólica al mismo tiempo, me advirtió de que el amor era la aventura más peligrosa que jamás se pueda vivir, pero la más apasionante.

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No tardé demasiado en cansarme de la vienesa y enamorarme locamente de Joan Bennett, que interpretó a la «femme fatale» en tres películas maravillosas: «La mujer del cuadro», «Perversidad» y «Pasión en la selva». Después viví otros amores como los de Nicole Kidman en «Malicia», Sharon Stone en «Instinto básico» y, sobre todo, Kathleen Turner, antes de servir de modelo a Fernando Botero, en «Fuego en el cuerpo». Desde mi punto de vista, esta última, la Turner, fue la mejor de todas, la que más ardor puso en la interpretación de su personaje, como si al amanecer se acabara el mundo.

Isabel Díaz Ayuso no responde, por supuesto, al modelo convencional de «mujer fatale». Sin embargo, en un mundo como el de la política, bien se pudiera catalogar como una forma conceptual un tanto parecida. Me refiero a que todo aquel que se enfrenta a ella, bien electoralmente o en rifirrafe televisivo, sale mortalmente perjudicado. De la «femme fatale», doña Isabel tiene la mirada inocente de los niños, la dulzura célica de las monjas y la sonrisa mansa de los querubines, pero también esconde las garras de las aves rapaces, el rugido de las leonas y la mordedura mortal de las cobras.

Esta chica ha tenido la mala suerte de enamorarse de alguien que no declaró a la Agencia Tributaria, según el dueño de la sonrisa más estúpida del Régimen, la totalidad del dinero ganado. Un delito, si es el caso, que cometen millones de contribuyentes españoles, pensando tal vez que el dinero está mejor en sus bolsillos que en manos de las bandas de mafiosos y rufianes que tanto abundan en Cataluña. Curiosamente, este Gobierno y sus mariachis parlamentarios han convertido a los defraudadores fiscales en grandes patriotas.

Alguna contención debería observar el señor Sánchez y demás comunistas a la hora de enfrentarse dialécticamente a doña Isabel. En primer lugar porque los madrileños están a muerte con ella y de ahí que cuanto más la zahieran más alimenten su leyenda. Una leyenda que poco a poco va en pos de alcanzar la gloria heroica de Manuela Malasaña.

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Lo más curioso del caso es que son las arpías rojas, esas pasionarias de caviar y pasarela, quienes con más saña se han lanzado en vuelo sobre su presa. Son como las aves del lago Estínfalo, que trataron de matar al gran Hércules, el héroe que las venció lanzándoles flechas empapadas en la sangre de la hidra muerta. La hidra naturalmente se llama Begoña y este es un asunto que tarde o temprano se llevará por delante las últimas purulencias del socialismo traidor y ladrón.

Señor Sánchez, recuerde al «voyeur» de Acteón y cuente hasta cien antes de volver a merodear entre los arbustos que púdicamente esconden el baño de doña Isabel/Artemisa, no vaya a ser que la diosa le convierta en ciervo y azuce contra usted los perros asesinos de su dialéctica, tan certera y afilada como la luz de los diamantes. Tenga en cuenta, señor Sánchez, que para la Historia ella será la bella y usted la bestia. De manera que manténgase alejado de Madrid y de los madrileños. Le aseguro que éstos son capaces de volver a enfrentarse a cualquier mameluco que los provoque. Como la mayoría de los españoles.

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