El moro Miramamolín no era tan alto ni tan guapo como el joven Miramelindo, si bien sus intenciones eran muy parecidas. Tuvieron que ser los reyes autonómicos de Castilla, Navarra y Aragón quienes pararan los pies al moro en la batalla de las Navas de Tolosa. Claro que también recibieron una ayuda inestimable de los monarcas europeos, preocupados por el aluvión moruno que amenazaba al continente.
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El moro Miramamolín se cubría con turbante, llevaba barba tupida y se le puso, entre ceja y ceja, la vaina de arrasar España. Lo mismo que al joven «Miramelindo», un bolivariano que pretende dejar el suelo español como una tundra groenlandesa.
El moro, al menos, trató de llevar a cabo sus ilusiones de conquista sobre un caballo alazán, cimitarra en mano y arreando que es gerundio. Todo un hombre, aquel Miramamolín, que para vencerlo hubo que armar un ejército de cien mil guerreros, seguramente repescados en algún caladero de fijos discontinuos propiedad de doña Urraca.
Sin embargo, no creo que el joven Miramelindo disponga de ejército alguno, a no ser que Santos Cerdán, el negociador desorejado, haya contratado en Ginebra a un regimiento de mercenarios suizos, como antaño era costumbre.
De cualquier manera, puede que para sus fines sea suficiente con la pandilla de «coleguis» que forman el cachicán del Tribunal Constitucional, George Pompidú; el fiscal general del Estado, don Álvaro o la Fuerza del Sino; doña Francine Armengol, la matronaza que aburre al Congreso cada vez que se aclara la laringe; y, por supuesto, el nuevo ministro de Justicia, don Félix Bolaños, una especie de curilla tridentino muy al día en materia de plantas venenosas, eufemismos a lo Goebbels y conjuros satánicos pronunciados a medianoche en el jardín del bien y del mal. Con estos angelitos quiere el joven Miramelindo incendiar los bosques de nuestra monarquía parlamentaria.
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Siempre me pareció una contradicción que personajes tan inteligentes como Goethe y Schopenhauer sintieran tanto fervor por la persona de Napoleón. Un día caí en la cuenta de que el objeto de su admiración era la energía mental que predisponía al corso a montar en su caballo y, sin oír los dictámenes meteorológicos de Brasero, lanzarse a galope tendido a la conquista del mundo.
Era natural que para dos filósofos, mayormente sedentarios, a excepción de algún paseo antes del cóctel de media tarde, un esfuerzo así les pareciera cosa de dioses.
Casi lo mismo le ocurre a un servidor con el joven Miramelindo, que no es precisamente Napoleón. Sin embargo, me parece digno de encomio que un individuo, sin el bagaje intelectual adecuado, se lance enceguecido contra las murallas del imperativo categórico.
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El otro día, por ejemplo, llegó a Israel y por humanidad, según dijo, se saltó a la torera las reglas más elementales de la diplomacia, olvidando nada menos que sus anfitriones, los judíos, además de aliados, son los dueños de Wall Street, es decir, los banqueros que financian los desvaríos ideológicos de sus Presupuestos.
Para mí que el joven Miramelindo interpreta el papel de misionero humanitario con el fin de que la Internacional Comunista lo incluya en el santoral de sus tontos útiles, al lado de Zapatero y demás zarrios de usar y tirar.
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Les aseguro que esas pobres gentes, palestinos o israelíes, que mueren a diario bajo el fuego de los misiles, importan un carajo al joven Miramelindo. Lo único que realmente le quita el sueño es mantener a raya el número mágico de sus escaños en el Congreso.
Si de verdad le conmovieran los muertos no habría negociado con una banda de pistoleros. Y, para mí, que trata de blanquear a Hamás por si un día necesitara de sus votos en la conquista moruna del trono de Europa. ¿No es este tipo mucho más peligroso que Miramamolín?
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