Es tal la tormenta que relampaguea sobre nuestras cabezas que mi ánimo se enaltece por lo militar. He hablado con los de mi generación y todos estamos dispuestos a volver a los frentes donde lucharon nuestros antepasados. Me refiero a la Casa de Campo, al cerro Garabitas, al río Ebro y por ahí todo seguido hasta el bar Ideal de la calle Aribau, la mejor coctelería de Barcelona.

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Dice la Historia que fue por la Diagonal por donde entró el general Yagüe, que fue recibido por una multitud agradecida al verse liberada de tanto asesino a sueldo de Moscú. Incluso hubo señoras que salieron al paso del general para besarle la mano, como si este fuera el párroco fusilado de su comunidad.

El escándalo político que hoy vivimos es lo más bochornoso que ha padecido esta nación desde que dejó de ser una provincia romana. Me refiero, claro, a la intención de repartirse el territorio español como si fuera un queso manchego. Y todo con la finalidad de que un zangolotino ambicioso se refocile unos años más sobre los colchones de la Moncloa. Un hecho que supera en felonía a la carta que escribió Largo Caballero a su amigo Stalin para suplicarle que se hiciera cargo del oro del Banco de España.

Para colmo de estupideces, aparece la «ratita presumida», que con su boquita violenta y cursi de roedora asegura que la democracia, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende. Sólo faltaría que la niñita, ataviada con diadema y tutú, nos bailara «En un mercado persa», la maravillosa pieza musical del británico Katélbey.

¿No se merecería, entonces, la felicitación cariñosa y romántica de Rubiales?

Como digo, los jóvenes carcamales de mi generación, a pesar de que correríamos el riesgo de arrugar nuestros trajes de Savile Row, estamos dispuestos a esgrimir con donosura los bastones, heredados del marqués de Bradomín, contra esa cáfila de mampolones que pretende convertir a nuestra España en un casino de Las Vegas. Todavía si el casino fuera de Montecarlo, uno quizás se disfrazaría de Somerset Maugham y echaría unas manitas de «bridge» en la misma mesa de Liza de Lambert.

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¿Pero qué se puede esperar de la zafiedad de estos rufianes de tres al cuarto? Todos ellos herederos de aquel Juan García Oliver, atracador de bancos, que fue ministro de Justicia de la República. Un tipejo que, a la sombra de Luis Companys, ejerció de facto todo el poder, político y militar, en la Cataluña anarquista de George Orwell.

Pues bien, ayer hablé con mi amigo el conde de Vivar y me confirmó que, en cuanto terminase de leer las cartas italianas de Charles de Brosses, se alistaría como mariscal de campo en la recepción del Hotel Rey Juan Carlos I de Barcelona. También me dijo que le explicaría a Pere Aragonés, después de vencerlo en un duelo a primera sangre, que Cataluña, como su propio apellido indica, solo fue una jodida partícula elemental del Reino de Aragón. Mira que llamarse Aragonés y decir que Cataluña es una nación. ¿Pero dónde diablos ha estudiado este mequetrefe?

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Sin embargo, he de confesar que a quien no me gustaría enfrentarme, ni siquiera a bayoneta calada, es al Polifemo de Esquerra Republicana. Un tipo de una monstruosidad homérica, capaz de liarse a mordiscos con mi chaqueta de purísima alpaca y zamparse de postre una de mis camisas, la de los domingos, que fue confeccionada nada menos que en Olegario, la mejor camisería de España. Tampoco querría enfrentarme a Laura Borrás, la reina de las valquirias, heroína invencible en cualquier gigantomaquia que se precie. Una «mestressa», esta Laura, que de una hostia noquearía al mismísimo Primo Carnera.

Claro que, una vez vencidos estos dos endriagos, conquistaríamos Barcelona y el restaurante Vía Veneto en un santiamén. Eso sí, con el beneplácito de Joan Laporta, el zampabollos que allí ha levantado tienda.

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