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En los premios asturianos me sentí plenamente conmovido por la belleza de esa niña. También sentí una profunda simpatía por toda la familia real, sobre todo cuando abandonaba el teatro. Fue un momento en que percibí su soledad institucional, como rodeada de enemigos y traidores que esperan al acecho. Desde 1975 jamás había visto al Jefe del Estado tan seriamente amenazado. Quizás sólo sea un estado de ánimo, ya lo sé, pero se puede comprobar cómo los colmillos de la ralea republicana se afilan en presencia del rey, y, sobre todo, de su heredera, doña Leonor. Fíjense en los ojos lobunos de todos ellos, desde Sánchez a doña Urraca, ya verán cómo la sangre anega sus pupilas de depredadores nocturnos. «Esa niña sólo reinará por encima de nuestro cadáver», se dirán unos a otros, mancillando los pasillos del Parlamento.
En mi opinión, uno de los deseos más oscuros y perversos de la izquierda española es ver a Echenique presidiendo la Tercera República. Para esta gente sería un logro histórico que el argentino recorriera a toda velocidad, en su carricoche, los pasillos del Palacio Real, como el niño de El Resplandor en su triciclo. Los republicanos están obsesionados con habitarlo. Supongo que para mearse en las alfombras y, de paso, robar la cubertería y la colección de relojes.
Recuerden que lo primero que hizo Manuel Azaña, nada más conseguir la presidencia, fue encajar su antifonario de bujarrón en los baños dorados de Palacio. Recuerden también cómo Sánchez y su consorte se colocaron a la vera del trono en aquella recepción de la Pascua Militar. Tuvo que ir el señor del protocolo a mostrarles cuál era su lugar de plebeyos. Cinco minutos más y esos dos terminan proclamándose emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Por cierto, al emperador le ha dado por repetir como un lorito que la solución para Palestina es reconocerla como Estado. ¿Es que nadie se atreve a regalarle un libro de Historia? El señor Albares, conserje laureado de Exteriores, podría informarle al respecto. Sin embargo, lo más triste es comprobar cómo un atajo de analfabetos se atreven a pensar siquiera en acabar con nuestra monarquía, que comenzó nada menos que en el siglo V. Desde el Rey Eurico, según el libro del padre José Orlandis. Me refiero a que la monarquía española lleva en su haber dieciséis siglos de historia y que tan sólo fueron cincuenta años, medio siglo, los que España vivió bajo otros regímenes. O sea, quince siglos y medio de sucesión monárquica para que ahora venga esta corte de los milagros a decirnos que se trata de un régimen casposo y anticuado. Anticuada y supina es la ignorancia que media España rezuma a la hora de los sufragios. Y así seguiremos hasta el infinito mientras, pongo por caso, los premios literarios se concedan a las cotillas oficiales del reino.
Alegan que los reyes no son elegidos por el pueblo. Gracias sean dadas a Dios y a todos los santos. Sólo faltaría que la Jefatura del Estado también fuera objeto del chalaneo acostumbrado en la investidura del presidente del Gobierno. Una poltrona pretendida por un tipo que no ha ganado las elecciones, y cuyo precio es la concesión ilegal de una amnistía y un par de referéndums de autodeterminación a una caterva de golpistas, prófugos y asaltadores de diligencias.
Sin embargo, gracias a la valentía constitucional del rey, don Felipe, España podrá salvarse de ser subastada entre los «negreiras» del cabaret catalán y las carísimas vampiresas de la Palanca. Recemos, pues, todo lo que sepamos por doña Leonor, ya que si llegara al trono reinaría en medio de una manada de lobos hambrientos. Eso sí, sería probablemente la reina más guapa y elegante de la Historia. No le vendrían mal unos salmos para que su reinado fuera largo y pacífico. A ver si acaso.
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