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El año pasado en Marienbad coincidí con Madame Tellier. Ni se imaginan la cantidad de historias que la señora me contó durante las horas muertas de la siesta. Entre otras cosas me dijo que toda la crisolinfa intelectual de Europa siempre fue ardorosamente putañera. Pero no sólo se refería a los hombres, sino que me dio una lista de mujeres asiduas a los jardines venusinos.
Por ejemplo, Madeleine Lioux, acompañada de su marido, André Malraux, solía frecuentar los prostíbulos de lujo más reputados de Amberes. También Andrée Blavett, la mujer de Roger Vaillent, el dandi rojo, fue una clienta muy bien considerada en algunas manflas de París. También, entre los escritores, uno de los putañeros más famosos del mundo fue Graham Greene, un verdadero adicto a recorrer las casas de tolerancia con demasiada afición para su catolicismo romano. Y, como saben, a su altura atlética brilló en importancia nada menos que George Simenon, cuyo número total de mujeres beneficiadas, entre unas y otras, sobrepasó con mucho las cinco mil unidades. Madame Tellier también me contó que, en La Habana, Simenon llevó a su mujer, Denyse Ouimet, al burdel de doña Leopoldina, el mejor de la ciudad, eligiendo a una chica negra para su primera experiencia lésbica. Incluso Scott Fitzgerald acompañó a su señora a un burdel de París, el mismo que frecuentaba Drew de la Rochelle, para contárselo después a Edith Warton, que una vez escandalizada les pidió la dirección del lugar.
De modo que en estas componendas tan de actualidad, donde intervienen señoras de cojines bordados sobre divanes de seda roja, lo único que a un libertino le puede resultar una inmoralidad de mal gusto es que a la jai se las pague con el oro del Banco de España. Parece mentira que después del escándalo del Tito Berni, ahora nos venga el ministro querubín, don José Luis Ábalos, y su esmeraldino trujimán, don Koldo García, con una oferta estatal de empleo para sólo meretrices de la familia y con andaduras de venada.
Cuando los universitarios salmantinos de la residencia Chaminade paseábamos por los jardines babilónicos del Barrio Chino, mucho antes de leer a Rousseau y pensar en la revolución, solíamos pedir consejo a las marquesas del bar Madrid. A mi amigo Dionisio le tomaba la lección una tal Margarita y, si la decía de corrido, le llevaba gratis al «boudoir» de los besos imposibles. En cambio, mi buen amigo Rogelio, erigido en el popularísimo Henry Stephen, dirigía la coral de nuestras anfitrionas que, cada noche, le entraban al limón limonero como si fueran las púberes canéforas de un orfeón teresiano.
Naturalmente, no pagábamos los pecados cometidos con el dinero del presupuesto ministerial, como los puteros socialistas, sino del fondo privadísimo de nuestras pagas semanales. Si aprendimos alguna máxima en aquellas cátedras salmantinas del rector Lucena es que un buen libertino ha de fraguarse en una honradez acrisolada, como dijo aquel camarero del Café de Rick.
De cualquier manera, parece obvio que si la familia del jefe de la mafia, el Uno, enraíza de lleno en el corazón de algún virreinato portuario de marineros equívocos, los acólitos de su banda han de responder como soldados a las llamadas de su pedigrí. Sin embargo, lo que parece un exceso vocacional, por mucha genética que lo estimule, es el hecho de fomentar entre sus ministros la competición de ver quién logra ser el más corrupto del consejo. Una olimpiada que puede acabar con el honor de toda aquella buena mujer que se preste al juego de unos políticos de la más baja estofa desde las calendas de Felipe IV, el rey más putero de todos los tiempos. Sólo José Luis I, el de Fomento, lo supera gracias a su batallón de visitadoras ministeriales. Tal vez debiera fundar una dinastía.
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